Hasta qué punto nos hemos convertido en los autos en los que vamos sentados es algo que se ve en las caras. La tropa descansa con la pierna izquierda sobre el follaje podrido. Se me impone el endrino, quiero decir como palabra: endrino. Pero en vez de eso yace ahí la llanta de una bicicleta, sin cámara, con corazones rojos pintados alrededor. Por las huellas veo que en esta curva se han extraviado algunos autos. Pasa caminando un hostal de montaña, grande como un cuartel. Hay allí un perro, un monstruo, un ternero. Enseguida sé que me va a atacar, pero por suerte se abre la puerta y el ternero la atraviesa en silencio. Entran en cuadro las piedritas, luego se pierden bajo las suelas, delante de las cuales podían observarse movimientos en la tierra. Chicas menores de edad en minifaldas terminan de arreglarse para subirse a ciclomotores de otros chicos menores de edad. Dejo pasar una familia; la hija se llama Esther. Un campo de trigo no cosechado, invernal, ceniciento, que crepita, y sin embargo no hay viento. Es un campo llamado Muerte. Encontré en el piso un pedazo de papel artesanal blanco, empapado de humedad, y lo levanté, ávido por poder leer algo en la cara que estaba apoyada sobre el campo mojado. Sí, estaría escrito. Ahora que el papel está vacío, ninguna decepción.
Werner Herzog, fragmento de Del caminar sobre el hielo (1974).
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