Observamos a los fleteros cargando lo último que quedaba, la gran mesa del comedor y el bargueño de madera y mármol. Lo hacían con facilidad, como si no pesaran. Se habían llevado muebles, cuadros, adornos, libros, multitud de cajas con objetos, algunos guardados durante décadas. La casa se mostraba tal como era, sin disfraces: oscura, claros en las paredes dónde antes hubo cuadros y espejos que nos reflejaban, agujeros en las bocas de luz, los pisos gastados y ennegrecidos, las plantas que aún quedaban detrás de las ventanas, arruinadas.
El aspecto era el de una ficción, al oír nuestras voces retumbando en el espacio vacío me pregunté si no éramos también irreales, fantasmas no resignados a abandonar el lugar que habíamos ocupado y en el que sólo quedaban recuerdos.
Quise cerrar la llave de agua, pero en su lugar, abrí los grifos para sentir por última vez el agua fresca en mis manos. Comenzó a fluir sin parar, no pude cerrarlos. Asustada vi que se iba formando un río angosto y caudaloso que atravesaba la casa, extrañamente sin inundarla ni mojarla.
Nos acercamos a ambas márgenes los que la habíamos habitado, vimos cómo la corriente arrastraba y se llevaba nuestros recuerdos, reconocí la radio portátil que usaba mi papá para escuchar el partido de los domingos, fotografías de la playa en blanco y negro, el reloj a cuerda, mis figuritas de brillantes, juguetes, dibujos. Todos atrapamos alguno, yo alcancé la tapa del primer libro que leí “Jane Eyre”, reviví las emociones que había despertado. Me pregunté cuál sería su recorrido, cuáles sus vertientes.
Esperamos hasta que se acabaran los recuerdos y se secara el río, como se espera el último suspiro de un agonizante. Después, inundados por la ceremonia, abandonamos la casa.
Lili Levy, 2018.
Mateo Massagrande |
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