Los floripondios se fueron gestando de a poco, como lagrimitas estampadas dentro del cráneo con fines decorativos. Descubrir su presencia y palparlos por primera vez fue un acto insumiso, colmado de una delicia transgresora.
Se entrelazaron en mí subrepticiamente, con una elegancia perseverante. Por las mañanas eran densos, sus colgajos húmedos se bamboleaban con fiaca, como koalas somnolientos interrumpidos en una siesta. A medida que pasaban las horas, se secaban, tornándose frescos, brillantes, con apariencia vital. Nadie los notó, nunca. Eran míos, íntimos, como esos secretos cotidianos que rememoramos en la cama durante una tormenta.
Los floripondios no pueden ser descriptos porque, al hablar de ellos, se desvanecen. Hay que abordarlos de manera oblicua, con delicadeza. Son sombras que despliegan su contorno en el interior de la mente, manchas tornasoladas que buscarán hacerte tropezar cada vez que puedan. Camaleónicos, vengativos, te van a hacer creer que estás acompañada, cuando en realidad estés charlando con un interlocutor transparente. Se posan en lo más mullido del pensamiento, conversando en un parloteo tenue que, a la larga, se hace espeluznante. La única vez que intenté callarlos, terminé atada de pies y manos, en una cama blanquísima, con espuma a los costados de la almohada.
Su locuacidad no es el mayor problema. Lo más perturbador es su tacto aterciopelado, su densidad peluda. Acaparadores furtivos, no se conforman con colonizar los vericuetos de la racionalidad. Acechan y descienden, contundentes, hacia el centro. Anidan en el huequito donde yace la personalidad, te la nublan. Escupen sobre ella de manera voraz y la retuercen hasta que queda irreconocible.
Digo que vivo. Me pegoteo entre los otros cuerpos en las multitudes para intentar desprenderme de este ajuar cada vez más pesado. Espero con espanto la primavera, cuando todo florece.
Soledad Arienza, 2018.
1 comentario:
hermosas palabras! D.B.
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