La noche anterior a mi primera
comunión tuve miedo. Cuando mi madre me despertó a la mañana me
puse a llorar gritando que no iba a poder recibir el sagrado
sacramento. ¿Pero qué pasa? Es que hay un pecado que no
confesé y no puedo tomarla. Bueno, no debe ser tan grave. Para mí
era gravísimo.
El papelito ese que se adhiere al
paladar y tiene forma de círculo se llama hostia. Ese mismo día mi
boca dijo amén, se abrió, entró el cuerpo de Cristo y me fui al
banco a hincarme de rodillas. No sentía nada. Nos habían preparado
para ese momento. Esperaba algo como una sacudida en el cuerpo, un
batido. Nada. Mientras trataba de despegar con la lengua el redondel
de papel espiaba a mis compañeras. No era fácil porque tenía que
seguir con las manos en posición de rezo. Ningún cuerpo vestido de
blanco levitaba o algo por el estilo. Me animé y le pregunté a
Romina que estaba a mi lado si sentía algo. Hizo que no con la
cabeza. Acompañó con los hombros levantados. Me preguntaba cuánto
tiempo más debería estar así de rodillas esperando el
milagro. Comportate, hija, acabás de recibir la
comunión. Era la voz de la hermana Justina. Un año atrás
yo la había corrido para quitarle la cofia. Fue como un
trofeo. La tela en mi mano agitándose al compás de los gritos de
mis compañeras. A eso le correspondió cita con mi madre y el
castigo adecuado a semejante acto de vandalismo.
Al terminar la ceremonia nos fuimos al
patio grande donde nos esperaban sandwichitos de miga y
gaseosas. La mejor manera que tuvimos de festejar fue arrojándonos
los triples de un lado a otro de la mesa. Dos bandos definidos: jamón
y queso y jamón y queso. Todavía recuerdo el griterío y las caras
de espanto de las hermanas. Luego de la batalla de harinas nos
mandaron de nuevo al patio para recibir a los familiares. Ahí estaba
mi madrina con su regalo: un par de patines Leccese. La abracé,
se los saqué de la mano, me los puse y empecé a patinar. Sacate eso
por favor. Mirá ma, mirá lo que hago. Ella
seguía gritando. A mí me encantaba que me miraran. No me salía ir
para atrás. Probé. Me caí. El vestido blanco se manchó y mamá
vino a buscarme corriendo. Si no te mataste te voy a matar
yo. Mirá cómo dejaste el vestido, por Dios. La
rodilla me dolía un montón pero hacía como que no.
Mi conciencia atormentada por el
pecado que no había confesado no me había dejado dormir. En las
fotos tengo un hilito rosa debajo de cada ojo. Me quedaba cuando
había llorado mucho. También me reía bastante. Arrebatarle la
cofia a la hermana Justina, usar un recreo para pintar todo el
pizarrón con tiza. La maestra nos enseñaba fracciones con un
chocolate Águila. Éramos veinticinco. A ver quién va a
traer el chocolate la próxima. Yo me di vuelta y le dije a mi
compañera que no pensaba llevar nada porque esta gorda se lo come
todo y a nosotras nos da un. ¿Cómo dijiste? Que no quiero traer
porque usted se come todo y a cada una nos toca un
veinticincoavos. Después me enteré de que en el otro curso a
una chica le hacía llevar pizza. El papá era dueño de una
pizzería. Un día me llamó al frente para que diera lección de los
diaguitas. No estudié. No puede ser. No estudié. Yo era
una de las mejores alumnas y era imposible no
estudiar. Pasá igual. Ya en el frente me pregunta por
qué no estudié. No estudié porque yo nací sabiendo. Risas de
mis compañeras y nueva citación a mi progenitora.
Volvamos al pecado que me condenó
largos años. En casa no faltaba nada. Material. Pero mamá no me
daba plata para los recreos así que durante un año le robé de su
billetera. Antes de ir al colegio pasaba a buscarme Clara, mi vecina.
Ella era mi campana. La distraía a mi mamá y yo hurtaba los
billetes. En principio Clara no quiso saber nada pero
cuando le dije que iba a darle una parte cambió de parecer. Así
pasamos un año llenas de golosinas. Hasta que llegó el día de la
comunión. ¿Algo más que quieras confesar, hija? En mi mente
se repetían todos los movimientos: Clara hablando con mamá, mi mano
abriendo la billetera, mis dedos índice y pulgar sacando dos
billetes y el miedo. De que mamá se diera cuenta. Un día pensé que
nos descubría. Clara y mamá charlando en la cocina y mi hermanito
que estaba en el cuarto comenzó a llorar. Yo tenía una mano en la
billetera y la solté. Al lado estaba el jarrón gigante y horrible
de la bisabuela. Siempre estaba lleno con flores. Tambaleó y casi.
El terror que sentí fue enorme. Llegaba a romper ese coso de cristal
y ahí sí que no me iban a alcanzar ni tres rosarios enteros. ¿Algún
otro pecado, hija? No, no tengo más pecados. Padre, ¿es verdad
que Dios sabe todo de nosotros? Sí, hija. Rezá tres
Padrenuestros y dos Ave María. Me arrodillé y le dije a Dios
que no lo iba a hacer más.
El día de mi primera comunión yo
tenía nueve años. Hoy tengo dieciocho y me voy
a sincerar. Ma, ¿te acordás de esa mañana que
lloraba sin parar por un pecado que no había confesado? Mamá
sacó el humo del cigarrillo por la nariz y asintió con la cabeza.
Aplastó suavemente la colilla con los mismos dedos que yo usaba para
robarle. Levantó la vista del cenicero. Me miró con dulzura. Tu
abuela me enseñó que la plata de la billetera hay que contarla
todos los días.
Ivana Pizarro, 2018.
1 comentario:
Que buen final!bravooo
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