martes, 11 de diciembre de 2018

Confesión * Ivana Pizarro



La noche anterior a mi primera comunión tuve miedo. Cuando mi madre me despertó a la mañana me puse a llorar gritando que no iba a poder recibir el sagrado sacramento. ¿Pero qué pasa? Es que hay un pecado que no confesé y no puedo tomarla. Bueno, no debe ser tan grave. Para mí era gravísimo. 
El papelito ese que se adhiere al paladar y tiene forma de círculo se llama hostia. Ese mismo día mi boca dijo amén, se abrió, entró el cuerpo de Cristo y me fui al banco a hincarme de rodillas. No sentía nada. Nos habían preparado para ese momento. Esperaba algo como una sacudida en el cuerpo, un batido. Nada. Mientras trataba de despegar con la lengua el redondel de papel espiaba a mis compañeras. No era fácil porque tenía que seguir con las manos en posición de rezo. Ningún cuerpo vestido de blanco levitaba o algo por el estilo. Me animé y le pregunté a Romina que estaba a mi lado si sentía algo. Hizo que no con la cabeza. Acompañó con los hombros levantados. Me preguntaba cuánto tiempo más debería estar así de rodillas esperando el milagro. Comportate, hija, acabás de recibir la comunión. Era la voz de la hermana Justina. Un año atrás yo la había corrido para quitarle la cofia. Fue como un trofeo. La tela en mi mano agitándose al compás de los gritos de mis compañeras. A eso le correspondió cita con mi madre y el castigo adecuado a semejante acto de vandalismo. 

Al terminar la ceremonia nos fuimos al patio grande donde nos esperaban sandwichitos de miga y gaseosas. La mejor manera que tuvimos de festejar fue arrojándonos los triples de un lado a otro de la mesa. Dos bandos definidos: jamón y queso y jamón y queso. Todavía recuerdo el griterío y las caras de espanto de las hermanas.  Luego de la batalla de harinas nos mandaron de nuevo al patio para recibir a los familiares. Ahí estaba mi madrina con su regalo: un par de patines Leccese. La abracé, se los saqué de la mano, me los puse y empecé a patinar. Sacate eso por favor. Mirá ma, mirá lo que hago. Ella seguía gritando. A mí me encantaba que me miraran. No me salía ir para atrás. Probé. Me caí. El vestido blanco se manchó y mamá vino a buscarme corriendo. Si no te mataste te voy a matar yo. Mirá cómo dejaste el vestido, por Dios. La rodilla me dolía un montón pero hacía como que no.  
Mi conciencia atormentada por el pecado que no había confesado no me había dejado dormir. En las fotos tengo un hilito rosa debajo de cada ojo. Me quedaba cuando había llorado mucho. También me reía bastante. Arrebatarle la cofia a la hermana Justina, usar un recreo para pintar todo el pizarrón con tiza. La maestra nos enseñaba fracciones con un chocolate Águila. Éramos veinticinco. A ver quién va a traer el chocolate la próxima. Yo me di vuelta y le dije a mi compañera que no pensaba llevar nada porque esta gorda se lo come todo y a nosotras nos da un. ¿Cómo dijiste? Que no quiero traer porque usted se come todo y a cada una nos toca un veinticincoavos. Después me enteré de que en el otro curso a una chica le hacía llevar pizza. El papá era dueño de una pizzería. Un día me llamó al frente para que diera lección de los diaguitas. No estudié. No puede ser. No estudié. Yo era una de las mejores alumnas y era imposible no estudiar. Pasá igual. Ya en el frente me pregunta por qué no estudié. No estudié porque yo nací sabiendo. Risas de mis compañeras y nueva citación a mi progenitora.  
Volvamos al pecado que me condenó largos años. En casa no faltaba nada. Material. Pero mamá no me daba plata para los recreos así que durante un año le robé de su billetera. Antes de ir al colegio pasaba a buscarme Clara, mi vecina. Ella era mi campana. La distraía a mi mamá y yo hurtaba los billetes. En principio Clara no quiso saber nada pero cuando le dije que iba a darle una parte cambió de parecer. Así pasamos un año llenas de golosinas. Hasta que llegó el día de la comunión. ¿Algo más que quieras confesar, hija? En mi mente se repetían todos los movimientos: Clara hablando con mamá, mi mano abriendo la billetera, mis dedos índice y pulgar sacando dos billetes y el miedo. De que mamá se diera cuenta. Un día pensé que nos descubría. Clara y mamá charlando en la cocina y mi hermanito que estaba en el cuarto comenzó a llorar. Yo tenía una mano en la billetera y la solté. Al lado estaba el jarrón gigante y horrible de la bisabuela. Siempre estaba lleno con flores. Tambaleó y casi. El terror que sentí fue enorme. Llegaba a romper ese coso de cristal y ahí sí que no me iban a alcanzar ni tres rosarios enteros. ¿Algún otro pecado, hija? No, no tengo más pecados. Padre, ¿es verdad que Dios sabe todo de nosotros? Sí, hija. Rezá tres Padrenuestros y dos Ave María. Me arrodillé y le dije a Dios que no lo iba a hacer más. 
El día de mi primera comunión yo tenía nueve años. Hoy tengo dieciocho y me voy a sincerar. Ma, ¿te acordás de esa mañana que lloraba sin parar por un pecado que no había confesado? Mamá sacó el humo del cigarrillo por la nariz y asintió con la cabeza. Aplastó suavemente la colilla con los mismos dedos que yo usaba para robarle. Levantó la vista del cenicero. Me miró con dulzura. Tu abuela me enseñó que la plata de la billetera hay que contarla todos los días. 
  

Ivana Pizarro, 2018.


1 comentario:

Unknown dijo...

Que buen final!bravooo