viernes, 25 de enero de 2019

La casa está dormida * Anaïs Nin



La casa está dormida. Los perros guardan silencio. Siento el peso de la soledad. Ojalá estuviera en el piso de Henry, por lo menos podría secar los platos que lava él. Veo su chaleco, desabrochado, porque el traje viejo que le han dado le queda pequeño. Veo la raída solapa bajo la cual me encanta deslizar la mano, la corbata con la que juego mientras me habla. Veo el cabello rubio sobre el cuello. Veo la expresión que tiene cuando baja el recipiente de la basura, furtivo, medio avergonzado. Avergonzado también de su amor al orden, que lo obliga a lavar los platos, a recoger la cocina. “June se oponía a esto –dice–; le parecía poco romántico”. Recuerdo haber leído en las notas de Henry el regio desorden que le gustaba a ella. No sé qué decir. Los dos personajes están en mí: la mujer que actúa como Henry y la mujer que sueña con actuar como June. Una vaga ternura me empuja hacia Henry, que lava los platos con tanta seriedad. No puedo burlarme de él. Lo ayudo. Pero mi imaginación está fuera de la cocina. Sólo me gusta la cocina porque Henry está allí. Incluso he llegado a desear que Hugo estuviera fuera más tiempo para vivir en Clichy. Es la primera vez que deseo nada semejante.   



Anaïs Nin, Henry Miller, su mujer y yo.



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