jueves, 15 de agosto de 2019

En este mundo nada hay cierto * Matías Montero



Eran las diez y media de la noche de un jueves. Juan disfrutaba un rato de tranquilidad y esparcimiento armando un rompecabezas de 1000 piezas en el living de su casa. El Everest, el Matterhorn o alguno de esos. Era un modesto departamento de dos ambientes que aunque pequeño, le alcanzaba lo más bien para sentirse bastante solo. Cuando pensaba esto, solía contestarse algo odioso y, al hacerlo en voz alta, se sentía aún más solo. Hoy no le había pasado, era una buena noche. Había terminado rápido los impuestos de un cliente particular para cenar temprano, se sirvió una copa de vino, calentó unas lentejas congeladas. Después peló una mandarina, se dijo en tono sarcástico: pobre pero con postre, y se puso el piyama. En la calma total de luces tenues, fondo de copa de vino y soledad de la sala, inmerso en una montaña de piezas para armar otra montaña, de repente se escuchó:

—Hola Juan, ¿cómo estás?

—¡¡¡Aaaaaaahhhh!!! —gritó Juan desesperado de terror— ¡¡¡Aaaaaaahhhh!!! —su boca abierta tenía el mismo tamaño que su cabeza. 

—Sí, ya sé. Las presentaciones son complicadas para los nuestros —su voz era la misma de Juan con un poco de eco.

—Ss so… so… ¡sos yo!

—Técnicamente no soy vos, soy tu fantasma —el sonido se acercaba hasta que una figura hecha de luz salió caminando de la pared. Juan abrió los ojos tanto como la boca, parecía que se le iban a caer y rodar sobre la mesa. El espectro se detuvo frente a él mientras intentaba recomponerse para preguntar:

—Si vos sos mi fantasma, ¿quiere decir que yo estoy…?

—Nop.

—Ayyy.

—¿Ahora qué te pasa?

—Me pellizqué para ver si estaba soñando y tampoco.

—Tampoco.

—¿Me podés decir qué está pasando? 

—Vine del futuro para charlar un poco con vos…

—Ah, me voy a morir—interrumpió impaciente Juan.

—¡No seas pelotudo! Todos nos vamos a morir —se rieron los dos a la vez. 

—No lo puedo creer. Soy más gracioso muerto que vivo —se rieron de nuevo. 

Juan se puso contento de haber hecho un buen chiste. No pasaba seguido. Pensó necesito un té y le ofreció al fantasma que lo miró muy serio. Hizo un gesto entendiendo la problemática y señaló la puerta para retirarse. En la cocina buscaba el saquito, el azúcar y demás, cuando el espectro atravesó de nuevo la pared sobresaltándolo. No se acostumbraba aún a esta nueva dinámica hogareña. Mientras se hacía el té, el otro empezó a dar detalles sobre su visita. 

Resultó ser que la muerte había recibido un reclamo de la AFIP y precisaba ayuda con su declaración impositiva y los planes de pago. Juan escuchaba atónito, pensó en la frase “En este mundo nada hay cierto, salvo la muerte y los impuestos”. Le parecía todo muy increíble hasta que recordó con quién estaba hablando. 

—Y entonces me ofrecí a ayudarla, a cambio de un favor —dijo la figura con su eco.

—¿Cómo un favor?

—Sí, le dije que yo me encargaba de todo siempre y cuando me dejara tener una charla con vos. O conmigo. No sé bien cómo se diría. Es medio confuso…

—Naaa, te parece. —Juan se hacía el gracioso para agradar. O agradarse. 

—La cosa es así: como no mejora el panorama desde ahora hasta que ella te venga a buscar, se me ocurrió venir antes para tratar de hacer que nuestra vida valga más la pena. Y también que dure más.

Hasta ese instante, Juan no se había dado cuenta de que su versión muerta no era mucho mayor que él. Esto le provocó un inesperado escalofrío.

—¿Che, y no tendría que haber venido la muerte para hablarme de todo esto? Digo… no es por despreciar tu visita. Solo que me resulta poco serio que no se haga cargo ella de este tema. Para mí, es bastante importante.

—Sí, lo sé. Es más, me dijo que te transmitiera que le hubiera gustado estar pero tenía muchas cosas que hacer. Te imaginarás. 

—¿Y entonces? 

—Y entonces te tenés que animar un poco más, Juan. Menos mandarina y más flan con dulce de leche. Mucho dulce de leche. Crema también, si querés.

Terminó de decir esto y desapareció. Juan se quedó pensando un rato largo. Al día siguiente llamó a algunos clientes, consiguió varios nuevos. Dos años más tarde abrió su propio estudio. Contrató a un empleado. Empezó a pintar, conoció a una chica en el taller. Se casó. Llegó a los veinte empleados. Se compró un velero. Tuvo hijos, después nietos. Sonrió mucho y siguió con los chistes, hubo varios buenos. Una noche a los 83 años, cenó lentejas, flan, y lo vinieron a buscar.





Matías Montero, 2019.






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