Como cada sábado
ella entró a la casa para la visita ineludible. Sabía que la
celebración tendría lugar durante la tarde. Cuando llegó al primer
piso, se encontró con la imagen que le desbordaría sus ojos de
celeste y blanco.
El 25 de mayo es una
fecha que resuena en nuestra memoria como un cumpleaños que no se
puede olvidar. Desde muy niños esa fecha es motivo de excitación y
desvelo para madres, padres e hijos con caras pintadas con corcho o
maquillaje negro, grandes moños, paraguas escarapelas y lluvia de
papelitos frente al cabildo, todo acompañado con mazamorra French y
Beruti.
Llevaba en su bolsa
las golosinas infaltables, y miraba cada detalle con emoción
deliciosamente infantil.
La pareja que se
encontraba en el centro del salón era curiosa, no se podía más que
admirar la destreza con la que bailaban la zamba y el pericón. Daban
ganas de aplaudirlos, de pedirle otro baile, un valsecito quizá.
Ella llevaba un
vestido típico floreado, la pollera acampanada con volados y las
mangas abullonadas y cortas. El cabello estaba recogido con flores en
un rodete y sus mejillas estallaban de rubor rosa, igual que sus
labios. Él, en cambio, no tenía flores. Era toda seriedad, bombacha
beige, botas marrones, camisa de un blanco inmaculado y sombrero de
fieltro bien de campo. Un pañuelo de raso celeste coronaba su
cuello.
Y bailaban y
bailaban y bailaban… La música atestiguaba su ceremonia su cortejo
como todos los que en un silencio casi religioso, seguían cada uno
de sus pasos y recortes. Aplausos en el zapateo determinado y hasta
con algún firulete, sonrisas con algunos portillos que no dejaban
dudas que la danza los entusiasmaba.
Ella seguía casi
escondida observando la celebración para que su presencia no
capturase ninguna mirada, para asegurarse de que el foco permaneciera
en la pareja que los transportaba al fogón de campo, en alguna
pulpería de aquellos años revueltos.
¡Cuánto le habría
gustado abrir un chocolate mientras miraba! Pero no iba a cometer la
herejía de desatar el ruido inconfundible del papel dulce
abriéndose, dejando a la vista de todos ese deseo oscuro y
aterciopelado (que transformaba la boca en éxtasis).
Se preguntó si ese
éxtasis era parecido al que gritan los fanáticos del fútbol
desgarrando sus laringes cuando su equipo hace un gol.
No, el chocolate
debía esperar igual que ella para sumarse a la escena.
Y esperó.
Y se deleitó en las
miradas, en la música que no era de su gusto pero le traía alguno
de sus pocos recuerdos felices.
Al terminar el
baile, escuchó los aplausos, las exclamaciones, vio cómo una de
esas sonrisas entregaba a los bailarines un presente y un beso. Todos
emocionados, todos con la certeza que da el disfrute dibujada en sus
caras.
Era el momento de
permitir que la viesen. Entró a la sala, saludó con un beso y
compartió el entusiasmo en los ojos de quienes estaban rodeando la
pista.
—¿Vamos?
-Dijo con una sonrisa y se acomodó detrás de la silla de ruedas en
la que su madre estaba sentada.
—Sí, vamos, ya
tengo el termo con agua caliente para el café.
—¡Estupendo! Y
mientras, ordeno tu armario. Estuvo muy lindo ¿no?
María de los Ángeles Raggio, 2019.
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