En
el aula, dejaba el discurrir de la clase intacto, un juego, mi amigo
y yo en el fondo tapando las novelas que nos prestábamos con el
pupitre y la carpeta, disimular atención, cada tanto levantar los
ojos, corroborar el estado del pizarra o el humor de la profe, un
codo sutil de advertencia si nos estaba observando, y el contraste,
lo más dulce de la escena, el gustito de ver a los demás sabiendo
que leíamos al fondo, les parecía, al contrario, algo bobo, se
reían, ironizaban, y esa actitud era mayor a la lección de
proporcionalidad, la travesura cómplice y las letras como los barcos
que atravesaban el archipiélago siguiendo los nombres originales,
los antiguos, los que guardan poder sobre el viento y las miradas
porque son propios, auténticos, sin el deber de la ficción o el
automatismo vacío de pertenecer.
Recuerdo
la sensación de diferencia, un pudor tímido orgulloso, en el
momento de salir apurado al recreo y elegir una pared para sentarme,
apoyar la espalda mientras los demás pasaban hasta el final del
patio a jugar, seguramente a la mancha garrapata o al pica-pared, y
yo después de verlos alejarse abrir el libro para cerrarlo solo con
el próximo timbre.
¿Será
esa sensación de olvido que se repite ahora, de irme por las páginas
que eran un embudo largo y ver atrás, en ese momento, las lagunas de
las multiplicaciones sin entender, números solitarios como cuando
llegaba a casa y prendía la tele, o esperaba que me pasaran a buscar
para irme del colegio y quedaba último, de un lado los gritos de
recreo y yo en el ombligo de un mundo de islas, personas que
descubren nombres verdaderos y ganan una virtud mágica?
Desde
ese ángulo podía levantar la vista de Ursula K. Leguin para
alternar con el bullicio de la tiradita de cartas contra la otra
pared, repe, repe, repe, ¡nola!, el llanto de uno corriendo enojado
hacia las escalares que daban a la canchita, los más pequeños
señalando el orégano recién germinado del proyecto de huerta y un
grupito tirando la pelota contra el techo alto, en ronda, reglas que
no llegaba a adivinar si es que las había, ¡el tiembreeee!, otros
gritaban lo mismo como si los demás no hubieran escuchado, ¡el
timbre, el timbre, sonó el timb…!
el
movimiento se acelera
unas
chicas contando las monedas para comprar chupetines en el quiosco de
los grandes
el
tintineo metálico se agiganta
y
puedo volver
me
hundo
las
palabras calman, son mías, llego a terminar el capítulo e irme
navegar
sin remos, el gavilán del poniente, un sol rojo y salado en el agua
solo
los secretos del aire
y una
misión sin descubrir1.
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