V. Heilweil |
En verano, cuando uno supone que debería tratarse del mejor momento, hace calor. No hay forma de escaparle. El ventilador puesto muy bajo no surte efecto, muy alto hace demasiado ruido. Puede provocar vientos huracanados que vuelan cualquier cosa que se encuentre en el escritorio. Después está el sol, nada que me genere peor humor que despertarme, prender la tele en esos días inertes de diciembre y ver que a las 10 de la mañana ya hay 30 grados. Si subo demasiado la persiana, la habitación se transforma en el Sahara, si la dejo cerrada, el ambiente se torna un tanto deprimente. No hay punto medio.
Durante el resto del año todo resulta más apacible, tal vez sea por la rutina. Levantarse, desayunar, a veces en la cama al lado de la mesita de luz, encontrar placer en algún rayo de sol que se filtra calentándome suavemente los pies. Luego trasladarme con mucha dificultad al escritorio de madera, que ya muestra sus marcas por el paso de los años.
De todo el universo de objetos que se encuentran en mi habitación, son las ventanas quienes más han visto pasar. Las pienso de una manera doble: lo que puede verse desde adentro y lo que puede verse desde afuera. Observando por ellas puede notarse la transformación que ha sufrido el barrio con el paso del tiempo. Antes podía ver el río en el horizonte, ahora solo torres tan altas que parecen tocar las nubes. A pesar de esto, disfruto sentarme en el escritorio, y contemplar como la tarde va dando paso a la noche, como el largo boulevard pierde sus formas y se torna homogéneo en la oscuridad, a excepción de algunas luces.
Al igual que si uno se situara en la cima de una montaña y prestara especial atención a un punto fijo, así ocurre con lo que se ve desde el exterior. Puede divisarse mi evolución, mis fracasos y triunfos, mis alegrías y tristezas. Podrían también verse a quienes pasaron por allí con su temprana ilusión, luego convertida en decepción y enojo, quienes probablemente no volverán.
Al bajar las persianas, y justo en el medio de los dos enfoques, a menudo surge la imagen que más me perturba: la de mi propio reflejo.
Ariel Matalon, 2020.
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