Ben-Zion |
SITUACIÓN PRIMERAS
LECTURAS
Si
alguna vez soñaste instalarte en el altillo con forma de triángulo,
el cual te obligaba a caminar agachada para no golpearte la cabeza,
los techos de tejas a dos aguas de color celeste, la ventana pequeña,
quizás ovalada, en la parte alta de la casa, la última habitación,
el tercer piso al que se llegaba por una escalera empinada; si
fantaseaste con leer tu libro favorito en ese lugar mágico, sentado
en un sillón de gruesos brazos, o acostado en un colchón con muchos
almohadones, donde tu mundo fuesen las hojas con letras atrapantes y
cada tanto desviar la mirada por la ventana hacia el cielo claro que
te permitiese divertirte un rato descubriendo figuras en las nubes;
contemplar la lluvia empecinada en deshacer los nubarrones, y temblar
de miedo ante una luz parpadeante seguida por un rugido de trueno, o
encontrar las constelaciones entre la inmensidad de pequeñas luces
rodeando la inmaculada luna; solo un rato de distracción para
asimilar las letras que habías deglutido casi sin masticar y luego
retomar el siguiente capítulo de tu alocada lectura; y más aun si
el altillo se encontraba en una casa con un parque lleno de plantas
al frente y el mar al fondo, con muy pocas viviendas y a unos pasos
de la ruta; si deseaste todo ello, para mí fue una realidad.
Le
experiencia en mi infancia duró varios veranos, de los cuales no
guardo en la memoria cómo era el altillo por dentro, ni de qué
forma me instalaba para leer; recuerdo sí los momentos previos,
cuando salíamos con mi hermana a jugar
con los chicos de la única casa vecina en la que, las escondidas,
las excursiones por las dunas, el arroyo donde dábamos de comer a
los diminutos peces y los baños en el mar furioso, eran las
principales actividades que hacíamos, interrumpidas por el desayuno
y el almuerzo, donde nos juntábamos para escuchar las historias
vividas por mi abuelo en su juventud entre calles de piedra,
carruajes y malevos; lo que sí tengo presente es la hora de la
siesta, el atardecer, y un rato luego de cenar, como los instantes
eternos y supremos en los que trepaba por los escalones empinados y
me sumergía en aquel espacio para, en soledad, vivir el mundo que la
colección de libros de mi abuela me presentaban; solo el libro y yo;
qué hacía mi hermana o el resto de la familia, no podría decirlo,
el mundo real desaparecía; no contaba en qué parte del altillo me
sentaba, ni lo que sucedía en el resto de la casa; abría la tapa
para buscar la hoja en que me había quedado, y como por arte de
magia lo que me rodeaba desaparecía. Recuerdo el bigote de aquel
hombre al que ayudaba en su investigación: ¿era ella la asesina?
¿el mayordomo? ¿el amante?; sabía que el menos sospechoso había
cometido el crimen; la búsqueda entre
preguntas, miradas inquisitivas y detalles casi imperceptibles, era
lo que me llevaba a ingerir las hojas como deliciosos panes untados
con manteca.
Si
la lectura de tu infancia te marcó como una cicatriz por un
accidente en algún juego peligroso, y pasó a formar parte de tu
piel, los momentos en que te tatuaste las historias, fueron únicos
para vos -como
lo fueron para mí- no tengo dudas. Esos veranos donde descubrí la
fascinación por las historias policiales, me llevaron a buscar otras
aventuras en Buenos Aires. Si sos de los que nacimos por mil
novecientos setenta, seguro has recorrido África suspendido en un
globo, te has sumergido hasta las entrañas de la tierra, o en el
fascinante mundo del fondo del mar viajando en submarino. La escalera
que conducía a la terraza, silenciosa y apartada de las miradas, mi
cama en los momentos que el resto estaba ocupado, la mesa del comedor
cuando había terminado la tarea, fueron los lugares donde el libro
de turno se abría para que pudiese embarcarme en alguno de los
fantásticos viajes; solo interrumpidos por los llamados de mi madre
para bañarme, dormir, comer o cualquier odiosa actividad que me
alejaba del mundo en el que me estaba aventurando, para solo pensar
en el momento de volver a tener el libro en mis manos y alcanzar el
ansiado final.
¿Recordás la sensación cuando finalmente encontrabas
la palabra fin?, una
mezcla de emoción por descubrir cómo terminaba la historia, vacío
al entender que ya no había aventura para palpitar, a veces
decepción porque esperabas más, o asombro porque sucedía lo que no
te habías imaginado; duraba un tiempo en que continuabas recordando
momentos, repitiendo para vos mismo escenas que te impactaron, a
veces buscando una parte para releer; hasta que casi sin darte
cuenta, la historia era una cicatriz en tu piel, y entonces salías a
buscar un nuevo libro para repetir toda aquella locura una y otra
vez.
Escrito
a partir del texto “Sobre la lectura” de Marcel Proust
Andrea Larrieu, 2020.
Vos también podés enviarnos tu texto.
#compartamosleeryescribir
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