Pegó un portazo que hizo temblar las paredes de la habitación. Sus manos sudorosas le dificultaban introducir la llave en la cerradura. Cerró la puerta; en ese momento sintió los músculos tensos al borde del calambre y, al mismo tiempo, un desprendimiento al haber dejado aquello del otro lado. Se dio vuelta lentamente, estaba en una habitación espejada, totalmente espejada. Se sentó en el piso con las piernas reclinadas y los brazos sobre las rodillas. Su mirada en el suelo, no quería verse reflejado. Abría y cerraba sus manos con la idea de bajar las pulsaciones. Luego de unos minutos se paró y empezó a deambular. Recorría las paredes-espejos con los dedos buscando alguna unión, algún vértice, un intersticio. Notó una pequeña hendidura circular. Apenas sujetándola con las yemas y con el cuerpo haciendo contrapeso, tiró con fuerza. Muy despacio, notó que se abría. Adentro estaba repleto de guardarropías.
Comenzó a palpar las distintas texturas de las telas y puntos de tejido. Estaba extasiado por los colores burbujeantes que ahora se reflejaban en todas partes. Entonces tuvo una idea.
Primero buscó la loriga, luego el almófar y por último las brafoneras. Con cierto esfuerzo se probó la armadura de malla. Luego se colocó el gojal sobre la parte alta del pecho y espalda. A continuación el peto, los escarcelones y la pancera. Cubierta la parte central, fue por sus extremidades inferiores con quijotes, rodilleras, grebas y escarpes. Con alrededor de quince kilogramos encima, prosiguió con las hombreras, codales, brazales, manoplas y guanteletes. Finalmente, el yelmo, el morrión y la cimera adornada con coloridas plumas. Frente a los espejos blandió su espada y dio comienzo a la batalla contra los herejes. Luchó incansablemente hasta acabar contra todo aquel que se le cruzara. Exhausto y herido en el brazo izquierdo por no haberse colocado los cangrejos, se quitó el bacinete y se desplomó con los brazos abiertos.
Creyó haberse desvanecido por unos instantes. Se recompuso lentamente y fue quitándose de encima el peso de su revestimiento metálico. Se realizó un vendaje en el brazo y decidió continuar. Encontró un hábito, esa vestimenta talar que lo cubriría hasta los pies. Cambió la túnica de anillos por la dalmática. Luego posó el escapulario sobre sus hombros. Su semblante había cambiado. Con parsimonia anudó el cíngulo a la cintura. Eligió la casulla color rojo, pasó su cabeza por lo alto de la vestidura, cayendo ésta hasta la media pierna. Tomó el báculo pastoral y finalmente, de frente al espejo, se calzó la mitra. Una vez más contra los herejes. Estaban por todos lados. Firme como su fe, el báculo caía sobre las espaldas de los infieles al mismo tempo que impartía la doctrina. Su obra había concluido.
Era tiempo de gobernar. Tomó la braga de seda blanca que iba a utilizar. Luego pasó la pierna derecha por la calza color verde de lino fino. Repitió la operación con la izquierda. Ató los cordajes de las aberturas a los costados de la camisa, entallada y corta. Observó una saya color escarlata de ciclatón, brocada con motivos geométricos. No dudó en usarla. Cogió un pellote de tafetán con adornos de cuero estampados en oro. La capa semicircular con cuerdas, forrada interiormente de piel de nutria, cubrió su espalda. Finalmente, de frente al espejo, se coronó. Desplazándose suavemente, mentón altivo, se dirigía a su séquito de forma déspota. Algunos de sus sirvientes lo habían enfrentado en el campo de batalla, otros lo escucharon pronunciar largas oraciones en latín. Él se preocupaba de mantener su poder férreamente, sin concesiones.
El tiempo en el poder lo fue consumiendo. Estaba cada vez más preocupado por las continuas conspiraciones en su contra. No hacía más que recluirse en sí mismo frente al espejo, una reclusión multiplicada hasta el infinito. Mantenía la vigilia a toda hora con la intención de descubrir al traidor. Ya somnoliento, escuchó un golpe que provocó el estallido de los espejos. El crujir de los cristales se acercaban lentamente, rodeándolo. Distintas sombras se proyectaban sobre el piso, las paredes y el techo haciendo imposible determinar de dónde provenía la amenaza. Con movimientos espasmódicos, giraba su cabeza y sólo veía retazos de sí mismo. Se arrodilló y en un vano intento por recomponer lo quebrado, sus manos se tiñeron de encarnado. Dirigió su mirada hacia lo que quedaba del revestimiento espejado. Se vio, de rodillas, multiplicado en pequeños fragmentos. Con lágrimas en los ojos, se puso de pie con dificultad e intentó encontrarse en alguno de ellos. Con pavor, sujetó el brazo herido y bramó:
— ¡Han venido a ti, te han agarrado por el brazo!
Mariano Oliver, 2020.
foto: Mariano Oliver |
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