Regresar a fines de diciembre era lo que más esperábamos. Los días transcurrían de manera bastante similar, levantarse en la hostería construida por sus propios dueños en estilo tirolés, abrir las ventanas de madera gruesa y ver el amplísimo jardín con el huerto y toda su variedad de plantas. Luego bajar al comedor a desayunar, donde seguramente estaría mi abuela para hacerme compañía. Después salíamos para realizar alguna caminata o excursión. Nunca dejaban de sorprenderme los paisajes, los distintos tonos de verde de los árboles que veía a lo lejos en las montañas y el azul casi violáceo de los lagos. Como disfrutaba caminar por el Circuito Chico a la mañana, cuando el sol empezaba a calentarlo todo.
Por lo general a la hora del té regresábamos para pasar las tardes leyendo sin preocupación alguna, escuchando ese sonido tan característico de los autos, a tal velocidad que hacían volar las pequeñas piedras al lado del asfalto. Si no leía, correteaba por el parque, buscaba las primeras frambuesas del verano. Cuando no nos quedábamos, en ocasiones iba hasta el pequeño muelle del Lago Escondido, juntaba fuerzas, me zambullía en sus gélidas aguas y nadaba hasta alguna parte donde hubiera pegado un poco más el sol. Pasadas las fiestas, cuando todos los negocios volvían a abrir, comprábamos lo que a cada uno mas le gustara e íbamos hasta cualquier playa donde hacíamos picnic hasta que empezaba a refrescar.
Al caer la noche, bajar ya duchados para atiborrarnos con los platos tan típicamente centroeuropeos como ensalada de papas, goulash o strudel de manzana. Cada uno tenía su lugar asignado y nos divertíamos jugando con los cilindros de colores que mantenían juntos a los individuales y la servilleta.
Después de la cena, subíamos para descansar en la habitación con el viento patagónico soplando afuera. Aunque no fuera nuestra casa, la tradición de volver año tras año provocaba que sintiéramos el lugar como propio. Conocía cada rincón, cada objeto de la sala de la televisión, con sus sillones tapizados, cada utensilio de la cocina, la textura de las sábanas, cada sonido, cada olor.
Puedo volver siempre, pero como en un rompecabezas, a veces las piezas se juntan, pero la imagen nunca es la misma.
Ariel Matalon, 2020.
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