viernes, 5 de junio de 2020

Mundo al revés * Sofía Tejón



Odvody




El perro está enfermo. 
Una hemorragia interna, los veterinarios no saben si del hígado o el vaso. A pesar de que es un animal viejo y mañoso mi familia lo adora, y la noticia alteró por completo el ambiente de la casa.
Franco, mi hermano mayor, está varado en el campo. Estaba haciendo una pasantía cuando cerraron las fronteras y todavía no pudo volver. Mi vieja está como loca. Dice que no confía en el sistema de salud de Entre Ríos, que la gente rural no se cuida y que no hay hospitales en medio de la nada. Hace días que intenta tramitar un permiso para pasarlo a buscar pero todavía no se lo aprueban. Nos prohibió fervientemente hablarle a Franco sobre la operación del perro, para no alarmarlo. Yo se lo contaría, si no fuera porque una tormenta derribó una antena en el campo, y está casi incomunicado hace una semana. 
“El mundo está al revés” Me decía el otro día mi abuela en el teléfono, indignada de nostalgia. “¿En qué planeta no la dejan a una ver a sus nietos?”
Me miro al espejo, poniéndome el barbijo como puedo con el celular entre el hombro y la mejilla. Debería estar trabajando. Tengo tres mensajes de mi jefe, una llamada perdida de mi vieja y a Agustín esperándome para salir. 
Agarro una bolsa de compras, para tener una excusa por si me paran en la calle. Llaves, alcohol en gel. En el apuro me olvidé de cambiarme las alpargatas que uso de entrecasa. Hace más calor del que pensaba, la ropa me quema. No hay tiempo de volver a cambiarse.
Agustín, el menor y más cuerdo de la familia, me tiene paciencia. Tiene una manera particular de entender las cosas, como si lo viera todo desde afuera, y el universo fuera tan solo una pecera en su mesa de luz.  En cambio, yo soy una bomba de tiempo. Mientras caminamos hacia la veterinaria, frenando cada par de cuadras para airear las ampollas de mis pies, puedo sentir mi paciencia a punto de detonar. 
Mi vieja está peor que yo. No quiso llevarnos en el auto porque dice que si la policía ve mucha gente junta hay más chances de que te frenen. Apenas nos acostumbrábamos a la idea de no estar ahí durante la cirugía, cuando nos llamó en un ataque de nervios diciendo que estaba cansada de hacer todo sola, y que le había bajado la presión. Los colectivos quedaron descartados por miedo a que nos pidan un permiso. No quedó otra alternativa más que hacer el recorrido a pie. 
La veterinaria tiene gente esperando en la entrada. Hay un cartel pegado en la puerta: solo una persona por mascota. Llamo por teléfono a mi vieja y no me contesta. Tocamos timbre, no nos dejan pasar. Lo miro a Agustín, buscando que me induzca un poco de su calma, pero está más callado que nunca. 
Tener momentos para pensar es peligroso, y aunque el trabajo y las clases virtuales me mantienen ocupada, es en los instantes de pausa en los que siento la alienación. Los meses no me dicen nada, menos aún los días de la semana. El paso del tiempo se vuelve sutil y clandestino, escondido en detalles: anocheceres que se adelantan, el pelo que crece en los costados afeitados de la cabeza de mi hermano.  
Mi vieja sale de la clínica, pálida, y por un segundo la noto más envejecida. 
“Ya lo están operando. Me dijeron que nos vayamos, que no podemos esperar acá porque se acumula gente. Hay que volver a casa, ellos nos llaman para avisar cómo salió todo.” 
Subimos al auto, resignados. Por lo menos me doy el gusto de sacarme las alpargatas. Mi vieja se sienta al volante y enciende el auto. Antes de arrancar, nos mira a mi hermano y a mí por el espejo retrovisor.
“Si van a venir en el auto conmigo, van a tener que agacharse.” 
Me tiro para atrás. Agustín pregunta si podemos correr el asiento de acompañante, pero el auto ya está en marcha. Llevo las rodillas al pecho, sin saber muy bien qué hacer con mis piernas. La espalda me está matando de dolor. Las curvas del camino nos van acomodando, arrastrándonos a su merced, y termino con la cabeza apoyada entre la puerta y el asiento. Intento acomodarme el barbijo, y recuerdo que mis manos tocaron el timbre de la clínica, la manija de la puerta. Son tóxicas. No puedo llevármelas a la cara. Entre eso y mi tórax comprimido por la presión de mis rodillas, casi no puedo respirar.
Veo mis pies en el aire, incómodos, llenos de ampollas, sin saber dónde posarse. Lo veo a Agustín, nuestros ojos se encuentran por encima de los barbijos, no decimos nada. Miro para arriba, el paisaje dado vuelta de la ventana; las copas de los árboles mirando hacia abajo, desapareciendo una tras otra en el movimiento. Como una película, un rollo fotográfico con edificios, negocios, personas; todos patas para arriba. El mundo está al revés y lo observo abstraída, encerrada, desde la ventanilla del auto.



Sofía Tejón, 2020.

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