viernes, 17 de julio de 2020

María Elena se asoma a Ventana a la escritura


Henkel



La imagen me devuelve mi corvatura

Espero en la puerta de la carnicería. Afuera. Mi reflejo en el vidrio me devuelve una sensación añeja. El pelo blanco aun espeso despeinado. Mi abrigo beige grueso no disimula la curvatura de mi espalda. Llevo un peso que me doblega la columna sin remedio. Puedo entrar. Me pregunta el carnicero cómo estoy ¿Cómo estoy? Contesto con tono abrumado. Ahí ando. Hace mucho que no veo a su señora, comenta el carnicero. No ella no sabe… ella no sale. Se queda en casa. Mejor que no salga. Que se cuide.

Tomo la bolsa. Saludo. Me dirijo a casa. Me retumba el “ella no sabe…”. Tantas veces solo un grito rotundo bastó para convencerla. Para que no insista más. Para hacerle entender. En definitiva, mi menosprecio hacia su opinión. Ya estoy próximo a llegar. Voy a encerrarme con ella en esta maldita cuarentena. El sol baña la casa al mediodía. No hay nadie caminando. Me quedo un poco afuera. Está vieja la casa. Es grande. Debe valer mucho hoy. Pudimos haberla cambiado. Ella quería. Yo no. No me gusta cambiar nada.

Creo que desde que dejé de atender a los pacientes algo me vació. El hijo se fue. Anda viajando. Ya ni pregunto en qué país está. Me da lo mismo. Busco la llave en el bolsillo derecho del pantalón. La cerradura no anda bien, pero la fuerzo un poco y abre.

En la cocina la tele encendida. Mirna sentada mirando la nada. Ni medio atisbo de deseo la lleva a preparar la comida. No peleo más. Voy a preparar algo. Antes ella cocinaba y me dedicaba algún plato. No llegué nunca a sentir el placer por la comida. Me parecía un acto obligado solo para satisfacer una necesidad primaria.

Creo que nunca me importó, pero siento una ausencia que retumba en mis oídos cuando recuerdo el murmullo por los pasillos: Si, doctor. Como no, doctor. Sabía que años de estudio recogerían sus frutos. La pasión por el conocimiento me alejó de lo trivial. Conversaciones huecas. Sonrisas forzadas. Mi mundo me llenaba. No se cuándo ocurrió el resto.

Las pocas amistades que tuve se alejaron. En ocasiones recibíamos a algunos colegas. Mirna se esforzaba con la comida. Yo apenas la probaba. Miraba la hora en el reloj grande. Me ponía fastidioso que no se fueran. Me cansaba escucharlos. Ella no. Conversaba con avidez. Nunca lo entendí.

A pesar de tener un horario, me gustaba quedarme en el hospital. Recorrer las salas. Visitar a los pacientes con aire distante. Prefería esa distancia para seguir los diagnósticos despojado de emocionalidad. Me quedaba a completar el papeleo. Recién ahí me iba. Llegaba tarde a casa.

En el sillón del living el espejo me devuelve mi curvatura. Nunca me importó salvo por hoy ¿Me gustaría extrañar lo que no tuve? Esa imagen es la que me cachetea. La que no se bancó que me retiraran. Ni la falta de voluntad para arreglar la casa. Ni el apoyo que debí haberle dado a mi mujer y a mi hijo. La imagen es insoportable. No puedo pensar en otra vida diferente a la que tuve. No puedo. Mue vuelvo a mirar. Tomo el espejo. Lo descuelgo. Me dirijo a la puerta del garaje. Abro. Dejo el espejo apoyado en un árbol. Luego, regreso a la casa. Debí haberlo hecho hace mucho tiempo.



María Elena Castro, 2020.
En respuesta a la consigna de #ventanaalaescritura.
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