Henkel |
La imagen me
devuelve mi corvatura
Espero
en la puerta de la carnicería. Afuera. Mi reflejo en el vidrio me
devuelve una sensación añeja. El pelo blanco aun espeso despeinado.
Mi abrigo beige grueso no disimula la curvatura de mi espalda. Llevo
un peso que me doblega la columna sin remedio. Puedo entrar. Me
pregunta el carnicero cómo estoy ¿Cómo
estoy? Contesto con tono abrumado. Ahí
ando. Hace
mucho que no veo a su señora, comenta el carnicero.
No ella no sabe… ella no sale. Se
queda en casa. Mejor que no salga. Que se cuide.
Tomo
la bolsa. Saludo. Me dirijo a casa. Me retumba el “ella
no sabe…”. Tantas veces solo un
grito rotundo bastó para convencerla. Para que no insista más. Para
hacerle entender. En definitiva, mi menosprecio hacia su opinión. Ya
estoy próximo a llegar. Voy a encerrarme con ella en esta maldita
cuarentena. El sol baña la casa al mediodía. No hay nadie
caminando. Me quedo un poco afuera. Está vieja la casa. Es grande.
Debe valer mucho hoy. Pudimos haberla cambiado. Ella quería. Yo no.
No me gusta cambiar nada.
Creo
que desde que dejé de atender a los pacientes algo me vació. El
hijo se fue. Anda viajando. Ya ni pregunto en qué país está. Me da
lo mismo. Busco la llave en el bolsillo derecho del pantalón. La
cerradura no anda bien, pero la fuerzo un poco y abre.
En la
cocina la tele encendida. Mirna sentada mirando la nada. Ni medio
atisbo de deseo la lleva a preparar la comida. No peleo más. Voy a
preparar algo. Antes ella cocinaba y me dedicaba algún plato. No
llegué nunca a sentir el placer por la comida. Me parecía un acto
obligado solo para satisfacer una necesidad primaria.
Creo
que nunca me importó, pero siento una ausencia que retumba en mis
oídos cuando recuerdo el murmullo por los pasillos: Si,
doctor. Como no, doctor. Sabía que
años de estudio recogerían sus frutos. La pasión por el
conocimiento me alejó de lo trivial. Conversaciones huecas. Sonrisas
forzadas. Mi mundo me llenaba. No se cuándo ocurrió el resto.
Las
pocas amistades que tuve se alejaron. En ocasiones recibíamos a
algunos colegas. Mirna se esforzaba con la comida. Yo apenas la
probaba. Miraba la hora en el reloj grande. Me ponía fastidioso que
no se fueran. Me cansaba escucharlos. Ella no. Conversaba con avidez.
Nunca lo entendí.
A
pesar de tener un horario, me gustaba quedarme en el hospital.
Recorrer las salas. Visitar a los pacientes con aire distante.
Prefería esa distancia para seguir los diagnósticos despojado de
emocionalidad. Me quedaba a completar el papeleo. Recién ahí me
iba. Llegaba tarde a casa.
En el
sillón del living el espejo me devuelve mi curvatura. Nunca me
importó salvo por hoy ¿Me gustaría extrañar lo que no tuve? Esa
imagen es la que me cachetea. La que no se bancó que me retiraran.
Ni la falta de voluntad para arreglar la casa. Ni el apoyo que debí
haberle dado a mi mujer y a mi hijo. La imagen es insoportable. No
puedo pensar en otra vida diferente a la que tuve. No puedo. Mue
vuelvo a mirar. Tomo el espejo. Lo descuelgo. Me dirijo a la puerta
del garaje. Abro. Dejo el espejo apoyado en un árbol. Luego, regreso
a la casa. Debí haberlo hecho hace mucho tiempo.
María Elena Castro, 2020.
En respuesta a la consigna de #ventanaalaescritura.
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