Nunca habíamos llorado así, nunca volveremos a llorar así, hasta el aniquilamiento y el éxtasis. ¿Qué dijimos antes: que nos arrojamos al llanto como un papel al fuego? Pero el llanto era un fuego demasiado vivo y una cara no nos bastaba para hacerlo arder dichosamente. Hubiésemos precisado dos o tres pares de ojos, varias bocas, muchas narices. Necesitábamos, para alimentarlo, echarle todo cuanto teníamos. Sentíamos que en esa combustión nos desatábamos como trenzas a las que se les caen todas las horquillas. Gradualmente nos despojábamos de brazos, piernas, vísceras como de un andamiaje, a la par del cuerpo se nos desprendían los odios y los rencores que un rato antes nos raspaban el alma. Íbamos reduciéndonos a una especie de carozo desnudo y brillante como una joya, nos volvíamos cada vez más delgados, más transparentes, más puros. También más fríos.
Marco Denevi, Los asesinos de los días de fiesta.
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