Mendoza |
Luto
Estamos en tu casa, mis primos y yo, jugando a ser chicos otra vez. La luz entra por la ventana del comedor, traspasa las cortinas anaranjadas que Dani te regaló.
Yo, la mujer maravilla y Juan Himman, escuchamos tu voz que nos dice “no corran por la casa” suave pero firme. No puedo evitar correr hasta la cocina para decirte que solo estamos jugando. Parece que estamos todos en el aire, flotando de felicidad. No distingo cuerpos sino energía, quizás son las almas de las personas que más amaste, mi primo y yo, o los más indefensos. Sé que estás en tu casa, aunque no te pueda ver, te siento, porque mi cuerpo está blando y se hunde en el colchón como si fuera arena.
No sé que visten los demás porque es etéreo. De pronto, ese mundo desaparece.
Rompiendo la ilusión del sueño aparece la voz de mi madre diciendo: “Lucía, ¿querés pasarte a mi cama? están golpeando los obreros y en mi pieza no se escucha el ruido, vas a estar mejor.” Como hipnotizada me traslado a la cama de mis padres. Pero la magia se ha ido.
Me quedo dormida otra vez esperando a que la historia continúe, pero en el lecho matrimonial ya no hay lugar para seguir durmiendo.
Los sueños son sucesos extraños. Insondables.
Media hora más tarde me despierto y noto que estoy vestida de negro. Creo solo vestida de negro, mi abuela aparece en mis sueños. Su alma necesita de nuestro luto, sólo así sucede la magia, su magia blanca. La realidad puede ser negra pero las ilusiones ópticas de los sueños son claras como la luz del alba.
“Mi abuela me está diciendo que tengo que buscar mi manera de hacer un duelo.”
Esa noche antes de dormir luego de bostezar, lágrimas brotan de mis ojos y comienzan a caer en la almohada como si ellas tuvieran vida propia. Me doy cuenta de que estoy llorando a mi abuela y eso es lo más real, doloroso, que siento ahora.
Lucía Imperatore, 2020.
En respuesta a la consigna de #ventanaalaescritura
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