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Sosin |
Al dejar el broche sobre la mesa, sintió un súbito espasmo, como si, mientras meditaba, las heladas garras hubieran tenido ocasión de clavarse en ella. Todavía no era vieja. Acababa de entrar en su quincuagésimo segundo año. Le quedaban meses y meses de aquel año, intactos. ¡Junio, julio, agosto! Todos ellos casi enteros, y, como si quisiera atrapar la gota que cae, Clarissa (acercándose a la mesa de vestirse) se sumió en el mismísimo corazón del momento, lo dejó clavado, allí, el momento de esta mañana de junio en la que había la presión de todas las mañanas, viendo el espejo, la mesilla, y todos los frascos, concentrando todo su ser en un punto (mientras miraba el espejo), viendo la delicada cara rosada de la mujer que aquella misma noche daría una fiesta, de Clarissa Dalloway, de sí misma.
Virginia Woolf, La señora Dalloway.
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