jueves, 5 de noviembre de 2020

Caracol * Micaela Urdinez

 

Caracol


Mar del Sur.

Luna tiene la imagen intacta del año 1988 –con forma de nube– que hicieron las tres primas en sus cuadernos de viaje para inmortalizar ese verano juntas.

Hoy solo le queda un resto de caracol mutilado en la repisa de aquellas tardes de sol, canciones y sudor salado. Y el escalofrío de ese acantilado hambriento en el que conoció la muerte.

Las tres tenían entre siete y ocho años y jugaban a ver quién contaba romper más olas ante la mirada atenta de su abuela. A ella siempre la había hipnotizado esa marea infinita que no se cansaba de tragar aire, peces y arena. 

Luna saboreaba despacio el mes de libertad lejos de sus padres en el que había sobredosis de churros y chocolatada caliente. No existían reglas ni límites, todo estaba permitido en ese rincón del mundo gobernado por la naturaleza. 

El sexto día habían decidido ir a caminar por los acantilados, unos monstruos de piedra que le competían en intensidad al océano.  Primero fueron por la parte de arriba, pisando el pasto hasta llegar al abismo. Ella se quedó a diez metros de distancia, con el cuerpo estacado en el pasto. Una fuerza invisible le recorría el cuerpo y le decía que no tenía que mirar para abajo, que algo malo podía pasar.   

Sus primas, oriundas de Mar del Plata, se acercaron hasta el borde enrostrándole su osadía. Le molestó sentirse una nena pero perfería verlos desde abajo, con los pies hundidos en la arena y el cuello dolorido de tanto mirar para arriba.  

–Luna, vení. Te tengo que contar algo –le gritó la abuela haciendo una brazada de crol con la mano izquierda. –Llamó tu mamá. Tu amiga Pili tuvo un accidente. Se resbaló en la pileta y se golpeó la cabeza.

–¿Está bien?

–No, mi amor, no está bien. 

–¿La puedo ir a ver?

–No sé cómo decirte esto… pero… el golpe fue tan fuerte que se murió. 

Su cuerpo se arqueó para amortiguar el impacto. Como ese día cuando en la casa de veraneo de Pinamar se había caído de espaldas sobre un cactus. Fue como acostarse sobre erizos.

–Pero si los chicos no se mueren. Solo los viejos –atinó a decir. 

Un silencio incómodo, áspero y salado invadió la escena. 

–No te creo. La voy a llamar para hablar con ella– dijo Luna antes de salir corriendo contra el viento, contra la marea y contra Dios rumbo a la casa.

No quería llorar. No podía. Solo pensaba en llegar al teléfono para llamar a Pili y escuchar su voz. Chorreaba mar y sangre: en la carrera se había incrustado algo en el pie.

Levantó el auricular. Escuchó el tono pero no se acordaba el número de memoria. Mientras arrancaba el caracol de su carne, apareció la primera lágrima.  

“No entiendo. No entiendo”, repetía Luna para sus adentros mientras se abrazaba a sus rodillas. “La gente se muere de vieja, en accidentes de avión o de autos. ¿Qué te puede pasar en una pileta? ¿Yo también me puedo morir?”. Siempre se había sentido segura en su casa, en la escuela, en su barrio. La ciudad era el lugar en el que todo funcionaba y había policías, ambulancias y bomberos para solucionar cualquier problema.

Aunque todavía no era de noche, se metió en la cama para apagar su propio incendio, ese que nacía en el pecho y se expandía hasta las manos y los pies. Su abuela le hizo mimos en la cabeza, aunque no pudo dormir en toda la noche. Algo la inquietaba. Las reglas del mundo habían cambiado y no sabía cómo seguir. 

Se levantó cuando el sol recién estaba saliendo con sus linternas naranjas. La casa dormía. Se vistió sin hacer ruido y fue caminando hasta la cima del acantilado. Cuando cruzó la barrera de los diez metros el viento le levantó el vestido y la hizo trastabillar. Era una declaración de guerra. 

Luna se incorporó y puso los brazos en guardia como le había enseñado su papá. Los golpes podían venir de cualquier lado y quería estar preparada. Inclinó el cuerpo hacia delante para vencer las ráfagas que le impedían avanzar. Cada paso era una victoria. Las ojotas parecían de cemento. Un metro más. El monstruo soplaba con todas su fuerzas, pero ella ya no tenía miedo. 

Llegó hasta el borde agotada. Se arrodilló, aferró sus manos al pasto y descubrió un mar mucho más infinito del que conocía. Desde arriba tenía varios colores, menos movimiento y se confundía con el cielo. 

Tragó saliva y miró para abajo. Con los ojos pegados a la pared de piedra que moría en la arena, le pareció escuchar un susurró: “Todavía no es tu turno”.  

Micaela Urdinez, 2020.
@murdinez

Chase Lane


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