miércoles, 16 de diciembre de 2020

La carrera * Ricardo Czikk

Salió de la habitación a hurtadillas -hasta el crujido de sus pies la podrían despertar e iniciaría una catarata de reproches- y sin saber qué hora era, en medio de la noche aun cerrada, prendió la luz del pasillo, reconoció zapatillas y medias más acá , y un poco más cerca de la habitación de los chicos, la remera y el short. Recordó haberlos dejado de esa forma tan dispersa, que ahora se le antojaba parecida a un monstruo despedazado, varado en un vano intento por escapar del exterminio. Se restregó los ojos, se sentó en el piso y fue vistiéndose, mientras su alma tocaba tierra firme y encarnaba. El roce de las prendas en el cuerpo, le provocaban ráfagas del entrenamiento: mañanas frías, el cansancio, los mediodías cuando su cuerpo clamaba por el almuerzo y tenía que entretenerse en alguna interminable reunión en la oficina, los domingos en la zona norte de la ciudad cuando entrenaba con sus amigos, así mientras las zapatillas terminaron de envolver sus pies, que rubricó con el nudo doble -no fuera que tuviera la desgracia de pisarse los cordones en medio de la carrera- y así listo, se irguió y caminó hacia la rutina ensayada tantas veces: desayuno cargado de hidratos, imprescindible café y agua, mucha agua. Prometía ser un día cálido, inesperado en octubre y no deseable para estas carreras. Se había prometido bajar las dos horas.

Finalmente los chicos tampoco se han despertado. Una suerte, porque habían heredado el sueño liviano de su madre, así que se dio por satisfecho con el primer paso de todo lo que le esperaba. Tomó el ascensor, pareció tardar un siglo, y al llegar a la planta baja vio de reojo la pila de diarios mientras que, a través del vidrio de la puerta vio a su amigo con el auto en marcha. Cruzaron sus ojos y mientras la puerta cedía amable y silenciosa, volvieron los cosquilleos en la panza, que muchas veces había confundido con malestar digestivo y aprendió a distinguir como señal de ansiedad, en particular esa tensión, nervios y preguntas sin respuesta que lo acosan en esos momentos previos, sobre tiempos, cansancio, ritmos, cadencias; todo su estreno maratonista.

Llegaron al parque.

Estacionar no fue nada fácil. Interrumpieron la conversación que estaban teniendo, otra vez los tiempos previstos, las propiedades del gel, cuántas paradas para tomar agua y todas las recomendaciones leídas y escuchadas al paso. Alejo hizo algunos comentarios alentadores para el novato, que no se achicara con las primeras señales de cansancio, que sumara la cantidad de corredores que lo pasaran y restara aquellos a los que dejaba atrás, una operación aritmética que entretiene mucho, y por supuesto, que no pensara en los kilómetros faltantes: siempre la mirada en el presente. Mucho presente, mucho estar ahí. Acordate. Parecían dos improvisados ​​científicos barajando datos para arrojar luz sobre el futuro que, como es bien sabido, nunca se deja conocer.

La cantidad de autos era enorme. Su amigo al volante, habitué de estos eventos estaba sorprendido ante la magnitud: gente, autos, bicicletas y motos, más y más, como un torrente, una marea que no cesaba. Esto es muy raro, comentó, lo cual inquietó a Darío el novel corredor. Los chicos de la organización, vestidos de naranja y verde fosforescente, no parecían ordenados, se movían torpes, como sumidos en un llamativo silencio gris de sonrisas apenas dibujadas en sus caras apagadas. La mañana se encapotó, amenazante, con un calor que comenzaba a apretar de forma opresiva y así se anudaba más su panza: la ansiedad creciente, la ominosa expectativa que lo había despertado esa mañana parecía ganar cada vez mayor peso específico.

Por fin encontraron un lugarcito, casi tapando la entrada de un garaje, pero confiaron en que terminarían antes de que el vecino quisiera salir a comprar carne para un asado, el mismo manjar que imaginaban cerraría la gloria de la anhelada epopeya aeróbica. Caminaron en medio de la masa humana, y como siempre, lo extasiaban los colores flúo de las remeras, lo embriagaban, así como la excitación contagiosa de quienes se reconocían saludándose a los gritos. Miraba las mochilas, las botellitas de agua celestes que imprudentemente algunos dejaban caer como sin darse cuenta, las bebidas de colores chillones anaranjado, azul, amarillo, sus superficies brillantes del frío que iban perdiendo en las perladas gotitas de sudor, las que confundía con las de su cuerpo que ya comenzaba a transpirar.

De repente todo se detuvo y aquel bullicio se convirtió en un silencio acaparador de toda la atención. Lo sentí en la cara, como los fríos patagónicos que invaden los inviernos porteños, cada vez menos extremos que en su infancia, cuando esperaba parado en la puerta del colegio y en los dedos de sus pies sintieron agujitas que los pinchaban y atiesaban sin remedio. En cambio, esta mañana que se suponía iría a ser fresquita como las nacientes primaveras, era una muestra más de la irreversible acción humana en el calentamiento de la tierra. Ideas como estas solían acosarlo, pero pasaron a segundo plano, cuando comenzó a escuchar unas voces en parlantes estratégicamente ubicadas:

La carrera programada sufrirá demoras debido a cambios de último momento. Por favor acercarse a los stands de la organización donde se brindarán las explicaciones y se ajustarán detalles para la participación. Todos serán atendidos. No se adelante. Solo respete su turno.

La voz era la de un reconocido animador de la televisión, a pesar de que sonaba diferente, con un tono opacado, eclipsado.

Distante.

Darío estaba sacudido, sus tripas no paraban de acosarlo. Tras una larga espera en los baños portátiles, tan poco higiénicos tras el uso intensivo que padecido, volvió a ponerse en marcha hacia las hileras que podría ver a lo lejos. Aliviado, no quiso imaginar el enchastre que terminaría siendo aquello si la largada se seguía extendiendo. Esperaba realmente no tener que volver a usarlos. En esas ideas estaba cuando vio que los corredores volvían, casi no quedaba mucha espera, ¿tanto tiempo había pasado?, ¿pudo haber estado un lapso tan prolongado en el baño? Quiso preguntar, pero le dio vergüenza y Alejo, más desfachatado que él, ya no estaba. No recordaba en qué momento se habían separado. Quiso mirar la hora en su reloj, sintió que había pasado mucho tiempo desde que había emprendido el viaje desde su casa y se notó cansado. Lo distrajo el bullicio repentino de un grupo a su izquierda y que había pasado inadvertido, ¿estaban antes ahí? Tomó coraje y se acercó. Discutían animadamente, y a medida que se aproximaba pudo escuchar retazos, no creo que así sea posible, decía una de colita rubia y calzas ajustadas que le aceleró un poco el corazón. pero sí, no creo que vaya a ser tal como dicen porque sería imposible, replicó uno de barba prolija, un cuarentón fornido embutido en esas remeras todas ceñidas que destacan la musculatura. Se veía como un grupo de profesores, puro músculo y tendón, pensó desde un gesto que él sabía, albergaba desprecio mezclado con celos porque allí estaban las más lindas y, por qué no, cierta envidia a los cuerpos bien formados. Recordó el anuncio publicitario de la cadena Megacity, tan ambiguo: vení con el cuerpo que tenés, llévate el cuerpo que querés, que cada vez que lo leía no podía dejar de pensar en la violenta insinuación que entrañaba, la de raptar el cuerpo deseado, aunque en apariencia fuera la transformación del propio. Se corrió de allí perdido en el camino hacia las hileras que seguían encogiéndose, mientras el calor, la humedad y el cielo notablemente gris seguían haciendo estragos sobre su ánimo.

En la fila repartían unos panfletos, con la tinta húmeda, recién impresos, que advertían

Dadas las últimas condiciones impuestas por las autoridades, es condición obligatoria su finalización para acreditar en cualquier otro certamen atlético que se organice en el territorio nacional, no importan su categoría, desde maratón hasta 100 metros y por los próximos doce meses. Respete su turno.

Lo tuvo que leer varias veces. Estaba escrito de forma un tanto apresurada, como si hubieran agolpado restricciones y locuras de alguno que andaba por ahí en el gobierno creando ideas y reglas ridículamente exasperantes. En fin, pensó Darío, nada resulta sorprendente en este país. Como era poco afecto a considerar conspiraciones secretas; las confabulaciones se le antojaban la urdimbre que armaban en sus mentes primitivas quienes suelen atar cabos a ciertos hechos que llegan al unísono o que ocupan órdenes de precedencia en el teatro del mundo, como si la causalidad les procurara su lugar. Son mentes afiebradas, que imaginan organizaciones ocultas en las sombras del mundo. Tampoco creía en la inteligencia y cuando notaba insinuaciones de ella, estaba seguro de hallarse ante idiotez transfigurada por bellas palabras.

Tiró el papel en un cesto estratégicamente puesto a un lado de su cola que seguía avanzando rápida, por lo que escuchaba ya comentarios de quienes llegaban al mostrador: quejas enseguida apagadas, voces pastosas que no sorprendían entre la pegajosa atmósfera de la mañana. Algo convencía a los renuentes, a los que parecían rehusar vaya uno a saber a qué. Su estómago, otra vez presionando. ¿Dónde está Alejo? Probó con el celular una vez más, pero nada, no respondía. Ya estaba a dos personas, pero el mostrador estaba puesto de modo que nadie pudiera ver lo que allí sucedía. A punto de mirar el reloj, escuchó “Siguiente” y se vio frente a una morocha infartante de ojos verde-gato, felina, insinuante, que con un por favor irresistible, le indicó entregar su celular a la organización. Se detuvo, lo pensó, pero no había chance, estaba hipnotizado bajo los vapores mesmerizantes de esa belleza y mientras lo entregaba con manos temblorosas, veía como aquellas uñas rojo brilloso ahora señalaban a su muñeca. ¿Mi… mi reloj? atinó a preguntar, mirá, lo preciso para saber, este, medir, estar, correr. Le pido por favor, voz melosa, voz absorbente, no tiene de qué preocuparse. Me habla de usted. Acá estará cuidado, mientras las uñas garras largas rojas apuntaban a grandotes musculosos y armados, hasta entonces invisibles. Uno de ellos clavó ojos nada amistosos, y sí, se quitó el reloj, lo depositó en la cajita plástica transparente que ella prolijamente sunchó con plástico, le devolvió como todo recibo su número de corredor y lo despidió, amable, sinuosa, "suerte Darío".

Tuvo que correr, los altavoces anunciaban la inminencia de la largada y nada era cómo se había imaginado. Todo se estrellaba en su cabeza, mientras el sol daba señales ambiguas de querer aparecer. El calor era fuerte. Iba a tener que sacarse el buzo, ya era insoportable y ataba todo: mucha gente, de todas las categorías han sido convocadas para el mismo día, compulsivo correr y nada de medir, nada de saber, cuando él tenía calculado el ritmo, el punto en que iba a cambiar el aire, dónde iba a sentir que se enfrentaba a una pared irremediable y todo estaba cronometrado. ¿Cómo sería ahora?

Conocía de otras carreras la algarabía del momento de la cuenta regresiva, de los saltitos para mantener el calor del cuerpo, la subida de adrenalina, el inefable estrujamiento de un conducto secreto entre la panza y el pecho, dedos de los pies pantorrillas muslos y cadera formando un arco.

ATENCIÓN. ATENCIÓN. Se informa que de acuerdo a la exigencia de las autoridades la carrera será indefinida. Nos queda prohibido anunciar la distancia total. Les queremos pedir disculpas ante las demoras ya sufridas. De igual modo, queremos anticipar las dificultades para el aprovisionamiento de agua. Solo sabemos que la llegada será en este mismo punto. Como se les dijo, no habrá relojes, el uso de celulares implicará la expulsión inmediata y las marcas que indican los kilómetros recorridos no han podido establecerse. Lamentamos las molestias.

Levantó la vista. El reloj digital que debería marcar la hora y la cuenta regresiva, se iluminó repentinamente:

Diez nueve

A lo lejos vio a Alejo, silencioso, parecía extraviado. La manada comenzó a agitarse, quizás fuera un conato de rebelión, de resistencia. Así no, le dijo un pibe joven que olía acre, quizás fuera linimiento. Otros se miraban, con un atisbo de sospecha, con desconfianza. ¿Y si alguno ya sabía de todo esto?

Ocho, siete, seis

Los grupos bulliciosos se han apagado. A los lados del carril de largada, aparecieron los guardias de mirada-poco-amiga. Quizá yo no me di cuenta antes, siempre desatento.

Cinco cuatro 3

Tendría que haber escuchado a mi estómago. Ahora es hambre ¿y cuánto tiempo pasó? ¿Qué hora es?

2

Pero…

1

No debería haber venido.

Cero .

Las cabecitas comienzan a moverse y la larga serpiente repta hacia adelante.

Ahora

Darío, también.



Ricardo Czikk, 2020.


Tumer


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