15 de Junio del 20…
Un encuentro significativo
Son pocos los compinches de verdad. Seguramente esta verdad –ineludible por donde se la mire- le parezca pesimista a primera lectura, pero en absoluto, resulta esperanzadora. La vida nos presenta a personas. Rostros simplemente se manifiestan en nuestro día a día, volviéndose el vivir una aventura interactiva, haciendo del siguiente día distinto del anterior, y así, y así. Por consiguiente, ¿se imagina lo que sería la vida si todas las personas que conocemos ingresaran, llegaran hasta, nuestra esfera privada? Sería un caos, una abominación. No reconoceríamos quiénes somos porque habría tantas y tan distintas opiniones en nuestro interior, tantos juicios distintos… En fin, algo que se postula al premio del desorden definitivo. Pero en los buenos casos, los que existen, cuando un hombre logra abrirse paso por la persona que es, entonces, puede ser, ¿cómo explicarle? Particular, por lo menos. Distinguido. Serendípico. Entonces sí, serán pocos quienes penetren hasta nuestro ser personal, cercano, porque así debe ser, pero qué importante se vuelven, esos pocos elegidos, esas personalidades que a uno le hacen hervir la sangre: ¡cuánto placer nos da ese retazo de humanidad que llega desde su compañía física! ¡el interés aguzado que despierta tras sus palabras!
Déjeme retomar un tema antes de entrar con la historia que he preparado para usted como inicio. ¿No son terrenos sin descubrir las personas? Terrenos que podemos explorar y cuyo horizonte se pierde en la distancia, pero no sin antes encontrar en sus llanuras y bosques las criaturas más curiosas. Algunos guardan dragones en sus cuevas. Así vamos conociendo: a quien está delante, al mundo, a uno mismo, sea en intimidad o cordialidad. Ahora, usted me dirá que le aburro. Que hablo solo por hablar sobre este tema del cual la intuición sabe muy bien. Pero todo tiene un sentido, se lo aseguro. Hubo una etapa de mi vida en la que estuve muy abierto a descubrir estos nuevos páramos, entonces me resultaban interesantes las personas, como a un astrónomo le resulta interesante una lluvia de meteoritos.
Podríamos empezar desde el siguiente hecho. Siempre quise tener un amigo con quien fuese fácil hablar. Parece algo simple o nimio, pero es en realidad la mar de difícil. Si ha prestado atención a lo que llamo territorio entenderá por qué. Las personas son de verdad muy vastas. Pues bien, yo podría ser yo, él podría ser él, y los dos seríamos un nosotros de verdad satisfactorio. Así me lo figuraba en mis años mozos. Desgraciadamente, mi naturaleza compleja y calculadora siempre me había alejado de la gente, por una sencilla razón: me había acostumbrado a ser observador de la vida, en lugar de actor, a ver las cosas suceder en lugar de hacer que sucedan. Y la gente olvida fácilmente las presencias pasivas, pues no presentan amenazas ni riesgos. Sin embargo, me repito avergonzado, siempre quise encontrar a un compañero, para razonar en conjunto sobre esto y aquello con hondura y profundidad. Para mi sorpresa resultó ser que, entrado yo en mis treinta y cuatro años, estando comprometido con lecturas más frescas (por seguro) de las que “disfruto” hoy día, atiborrado de trabajo de profesor en un instituto privado, y con ojos brillantes pero ojerosos, conocí a Franky, ardiente escritor de viajes.
Por lo que recuerdo, ese día era viernes. Le anticiparé que no he logrado recordar por mucho que me esforzara el nombre del bar. Sí llegan a mí un bossa liviano y un olor a tabaco punzante. Un trago largo y pesado. Rememoro: había sido un día largo de burocracia. Siempre la odié, a la burocracia, claro está. Son transacciones cotidianas que me hartan, y en ese entonces me hastiaban incluso más que hoy, ya que mis ánimos se han decrepitado y le han dado paso así a una suerte de paciencia que es más bien desgano. Pero bueno, son insignificancias, obviedades, trabajos de hormiga a los que uno se atiene porque… ¡es necesario! ¡pero si existiese la confianza entre los hombres, nos ahorraríamos tanto papel! Qué infelices se volverían los profesores si eso pasase. Los profesores aman su burocracia, los muy ineptos. Cómo los odio, no se da usted una idea.
Así que estaba yo, sentado. Imagíneme usted con un traje color cuero bien pulcro y planchado, desenvuelto sobre la barra con la cabeza apoyada sobre mi mano, fijado imaginariamente en las currículas que había corregido y firmado, mientras bajaba con lentitud mi cerveza. Algo habría de despertarme. En esos años no me gustaba hundirme en mí mismo, en mi pasado y pensamiento. Por ende, corrí los ojos y los puse en las botellas de la barra, los afiné y me puse a leer las etiquetas, como queriendo despertar mi propia atención. Y ahí estaba Franky. Un hombre vestido de saco, algo desarreglado, pero de muy buen gusto, ligero, corrigiendo un papel con lápiz, que movía calculadamente generando tachones, marcaciones, subrayados, y todo eso sucediendo en el reflejo marrón de una Quilmes de litro. Años más tarde encontraría esta forma de encontrarnos muy curiosa. En primer lugar, porque casi todos los recuerdos que guardo de Franky llevan adheridos las impresiones del sabor a cerveza y el aroma a tabaco. En segundo, porque esa materia mixta de banalidad y extravagancia sería algo que, descubriría, iban excelentemente con su carácter.
Me intoxicarían en los años venideros una ingenuidad y un amor por lo nuevo que daría a mis ideas aún más vigor que antes, se lo debo a nuestras charlas de borrachos. Camarada, ¿qué escribías entonces? ¿lo recordaría si leyese alguno de tus libros? Quizás sería así, como también podría recordar más de esos momentos, pero ya no tengo más ganas de viajar –me he dedicado por entero a pensar el alma- puesto que he tomado consciencia: Franky, si me vieras ahora, aterrado porque sé que aquí tanto como allá existen garras que quieren jalarnos hacia lo más bajo y profundo…
Ignacio Goldsmit, 2021.
Arthur |
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