Mujeres apasionadas
Las muchachas en el crepúsculo descienden al agua,
cuando el mar se desvanece, vasto. En el bosque
cada hoja se estremece mientras emergen, cautas,
sobre la arena y se sientan en la orilla. La espuma
hace su juego inquieto a lo largo del agua remota.
Las muchachas tienen miedo de las algas enterradas
bajo las ondas, que aferran las piernas y la espalda:
todo lo que esté desnudo, del cuerpo. Suben rápidas a la ribera
y se llaman por el nombre, mirando alrededor.
También las sombras en el fondo del mar, en la oscuridad
son enormes y se las ve moverse inciertas,
como atraídas por los cuerpos que pasan. El bosque
es un refugio tranquilo en el sol poniente,
más que la arena, pero les place a las oscuras muchachas
estar sentadas en lo abierto, sobre sus sábanas recogidas.
Están todas acurrucadas, apretando la sábana
entre las piernas, y contemplan el mar sereno
como un prado en el crepúsculo. ¿Se atrevería alguna
ahora a tenderse desnuda en un prado? Desde el mar
saltarían las algas, que rozan los pies,
y agarran y envuelven el cuerpo tembloroso.
Hay ojos en el mar, que se entrevén a veces.
Aquella desconocida extranjera que nadaba de noche,
sola y desnuda en la oscuridad cuando cambia la luna,
desapareció una noche, y no regresa jamás.
Era alta y debió ser blanca, resplandeciente,
para que los ojos, desde el fondo del mar, la alcanzaran.
Cesare Pavese.
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