Hubo un problema, se quedaron con ganas. Dos ojos cada uno no fue suficiente. Eran deliciosos. Ahora cualquier otra cosa les resultaba horrible.
—¿Dónde podemos conseguir más?
—No sé, vamos a dar una vuelta.
Caminaron. Una vuelta manzana. Una vuelta al vecindario. Una vuelta al barrio. Caminaron por horas hasta que vieron el jardín. Selva escondida en la ciudad. El pasto les llegaba a la cintura. Una enredadera sin podar. Dos palos borrachos tan mal cuidados, que ni una flor se asomaba por sus ramas.
La casa estaba escondida. Era vieja. Con madera podrida y huecos por los que se veía el interior. La televisión pequeña sobre una mesa torcida. Un sillón sucio, un viejo sentado en él. Con gatos durmiendo a cada lado.
Esperaron al anochecer. Pacientes. Cuando la vereda estuvo desierta, tocaron el timbre. Nadie contestó. Tocaron de nuevo. Nadie contestó. Golpearon la puerta. Nadie contestó.
—Claramente no va a abrirnos.
—¿Y qué hacemos entonces?
—Nos metemos. Vení, te ayudo a subir.
Saltaron la cerca de madera, casi se rompe por su peso, caminaron al patio trasero. La puerta estaba abierta. Con sigilo, atravesaron la cocina, llegaron al living, el viejo no estaba. Caminaron hacia la habitación. Lo vieron durmiendo, tapado por media sábana y con los gatos acostados a sus pies.
—Esperá, quiero que los cocinemos esta vez.
—¿Cocinarlos? ¿Pero qué vas a ponerles?
—Los podemos llevar a casa y buscar recetas de ostras. Si los cocinamos igual deberían quedar ricos.
—Solamente necesitan saltearlos en una sartén. Con pimienta y sal a gusto. —Dijo el viejo por su espalda. Justo antes de noquearlos.
—¿Qué pasó? ¿Dónde estamos?
—En mi casa, no se pensaron que iba a dejarlos ir, ¿verdad?
—No veo nada, Juan, ayudame.
—Yo tampoco, ¡soltanos, viejo!
—Es muy tarde, chicos.
—Al menos sacanos la venda y miranos de frente si vas a hacernos algo.
—¿Venda? No no no.
Ambos gritaron. Desesperados. El viejo los miró. Riéndose. Mientras eruptaba ojos.
Juanpi Ortigosa, 2023.
A partir de la lectura de Cuentos de escarnio de Hilda Hilts.