Anna Ådén |
ojos verdeclaros
Y entonces, el maldito tiempo volvió a la normalidad. Se hizo presente de golpe, un envión táctil, y los detalles del entorno recobraron la fluidez. Los engranajes del mundo siguieron el ritmo de siempre, haciendo como si nada hubiese pasado.
Su piel quedaría impregnada en los recuerdos, cada vez más lejanos, reales hasta el absurdo, mientras doy un paso tras otro. La sensación de sus manos dormidas, descansando en uno de mis hombros, o en mi pecho, subiendo y bajando, la respiración aun suave, mientras comienza la mañana de un lunes. El primer beso del día, el matiz único de sus labios en ese momento, augurando, quizá, algo de lo que vendrá en la semana. El café con leche, esas facturas de membrillo en el medio, la sonrisa pícara luego de una conversación. Algún señalamiento de lo que no le cerraba, estirando el momento de saludar, separarnos hasta la próxima vez. Esas historias que se cruzan y prometen, su base de azar, o de destino, demasiado romántica, pero que no, que no le hiciera caso, que me quedase tranquilo.
El primer viaje, como un pequeño hito, seguramente a la costa, a Mar del Sur, o a Quequén, una tarde solos, caminando por la playa, mientras el mar y el sol ponen tibio el aire.
Conocer a su familia, unas pizzas de domingo, las caseras de la madre para la ocasión: rúcula y un toque de crema. Jugar con su hermano pequeño, con el que no se veía mucho, tal vez un Escaleras y toboganes, o un Juego de la oca. Ver una película, seguro, el sillón grande y marrón, té negro y flan con dulce de leche.
En casa, unos mates a la tardecita, mis amigos, más realistas supongo, me cargarían por creer en lo ideal de la relación, la suerte, la historia que estaba viviendo. Por decir tener la prueba, que lo comprobaba día a día, que me había tocado. No disminuía lo que fuese necesario para sostener la ilusión, como me dijeron. No me mentía a mi mismo, no era una “cosa pasajera”, algo que imaginaba, “una exageración”.
Los ojos verde claros, por sobre todas las cosas, incrustados en la mente. Su mirada viniendo hacia la mía, adelantándose al movimiento, dejando atrás las piernas. La calle en perspectiva, paralizando su realidad, desdibujando los autos, las bocinas, las personas apuradas. Esa conexión loca que nunca más se repetiría, un impacto fugaz, la sensación del vértigo deteniéndose ante nosotros.
Todo lo que viví pero no ocurrió.
La puerta abierta invitando, proyectando en mi cuerpo lo que había detrás, el mundo que podría haber sido. Si no estuviera avanzando, como un terrible idiota, un paso tras otro.
Este maldito tiempo, una mierda. Nunca más la voy a volver a ver. Con la distancia, esta que ensancho a cada segundo, voy a saber de verdad lo que fue, entender la magnitud, más que esta bronca conmigo mismo. Clavada en mi ser, en mi garganta. Ni darme vuelta puedo, ni eso. Un verdadero forro. Un cagón.
Me muero de ganas de verla un poco más, aunque sea de espaldas, aunque sea alejándose. Ver la extraña que verdaderamente es. Aferrarme a la esperanza tonta que ella también se dé vuelta, que ella también lo haya sentido y quisiera corroborarlo en mis ojos. Comprobar una sonrisa, cambiar de rumbo y acercarnos, que empiece a ser verdad.
Pero ni eso puedo, la dejé pasar, y no me animo ni a eso. Solo sigo caminando, con una lástima húmeda por el rostro, con la sensación patética de querer olvidar, y no tener qué.
Axel Levin, 2013.
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