viernes, 10 de enero de 2014

El sombrero rosado - Andrea Larrieu

El sombrero rosado

Tenía que encontrar el sombrero. Rosa, haciendo juego con el vestido que había comprado después de tanto esfuerzo.
No aparecía. Casi podía jurar que lo había guardado en el cajón. En el último no estaba, vació el siguiente mientras la paciencia se iba poniendo ácida. Con el tercero, dio un tirón fuerte que le alivió un poco la tensión. Revolvió toda la ropa, pero era inútil, había desaparecido. Hasta llegó a abrir el primero, tan pequeño que era gracioso que pensara encontrarlo ahí.
Quería su sombrero, lo necesitaba. Dónde se vio a una mujer bien vestida, llegando de la mano del hombre más guapo del barrio, con la cabeza despejada. Ni un rodete con una hebilla de flores pomposas podía reemplazarlo.
Tenía que encontrarlo. Primero ansiosa, pero esperanzada, sacaba las cosas, movía los muebles y todo se desparramaba. Faltaba poco, y no iba a estar lista cuando él tocara su puerta. Iba a venir, no la iba a dejar plantada. Iba a venir. Un caballero, siempre de traje gris y sombrero con ala, educado, amable. No había en él una pizca de arrebato, formal, ubicado. Eso era lo que la enloquecía. Ella tan expresiva y él tan silencioso. La noche y el día, empecinados en encontrarse en un amanecer para fundirse. Así eran ellos. No como la otra ordinaria que se hacía la mujer bien, calladita para parecerse a él, que salía a la puerta a esperar que pasara para que la cortejara.
Quizás se había caído debajo de la cama. Se agachó pero estaba muy oscuro. El tiempo apremiaba y la calma debió quedar atrapada en algún cajón. Esa maldita tenía algo que ver con esto. Él la saludaba cuando se la cruzaba pero sólo de compromiso, como caballero que era. Si quisiera encontrarse con la maldita, no entraría primero en el café, pasaría de largo, pero no, siempre atravesaba la puerta, aunque ella sabía que eran excusas para verla, escucharla con paciencia mientras le servía el café, sonreírle. Tan caballero él. Cómo podía enfrentar semejante hombría sin un sombrero. Color rosa, femenino, aromático, como un jardín floreado. La otra camarera le decía que no se hiciera ilusiones, que él iba porque el café era el mejor, -muchas veces quería atenderlo, robarle su lugar, pero ella siempre le ganaba-. Le decía que iba porque el bar formaba parte de su rutina diaria: siempre en la misma mesa, a la misma hora, siempre un café negro, leyendo el diario, lo tomaba sólo, a veces con otro hombre con el que se encontraba. A pesar de todo, ella estaba segura de que el motivo era verla, aunque su compañera, de envidiosa, lo negara.
Y el sombrero que no aparecía. Se enojó. La furia se presentó de golpe, como una tormenta repentina e inesperada. Levantó el colchón y lo arrojo al otro lado. Inútil, ahí tampoco estaba. Siguió incrementando la intensidad de sus truenos, primero tirando la mesa de caña contra la pared, luego destrozando la ropa. Antes se calmaba con los movimientos violentos, pero ahora la ponían más furiosa.
Y el sombrero seguía sin aparecer. Estaba convencida de que la maldita le había hecho un trabajo. Claro, no podía competir con su figura tan bien mantenida y su carisma para acaparar la atención de los hombres que la rodeaban. Esa maldita tuvo que recurrir a artilugios para desplazarla. De qué otra forma podría, con ese andar en cámara lenta, la ropa cara pero inexpresiva de lo almidonada, esos silencios incómodos, los paseos aburridos que hacía con su caballero pavoneándose por la puerta del café mientras sostenía el brazo del hombre.
Pero ella se adelantó a invitarlo a la fiesta. Mientras le servía un poco más de café, cuando él le habló del baile y le preguntó con quién iría. Tan tímido era que decidió ayudarlo. Y lo invitó. Por un momento se relajó al recordar la mirada de su caballero que se perdía en el líquido oscuro de la taza, la cara enrojecida, las palabras entrecortadas. Tan reservado, tan educado. Lo tomó como un sí y continuó atendiendo. El mejor día de su vida. Una cita única y tan esperada. Después de terminar su turno, estuvo hasta tarde buscando y buscando la vestimenta adecuada. Finalmente consiguió el vestido y el sombrero rosa, como una niña pálida, fina y sonriente.
De qué le servía ahora. Menos mal que estaba atrasado, ni siquiera se había puesto el vestido. Y quién sabe dónde estaría. Entre tanto desorden ya había perdido dos prendas. Mientras la mente elucubraba excusas y maldiciones, las manos seguían rompiendo cuanta cosa podría tener guardado su sombrero. Ya no importaba que no lo usase, era una cuestión de orgullo, de dignidad. Tenía que encontrarlo.
Arrojó contra la pared un poster convertido en cuadro, arrancó todas las plumas de su almohada, pateó lo que quedaba de un cajón. Se encontró erguida y solitaria en el centro de la pieza en ruinas. Los gritos atravesaban las paredes finas como flechas envenenadas: basta loca de mierda, dejá de hacer ruidos, mirá que vamos a llamar a la policía, pará de una vez, histérica. Ella permanecía parada. Las piernas se aflojaron. Las piernas, los brazos, el torso. Quiso sentarse, pero todo estaba inutilizado: la silla, la cama, la mesa. Se arrodilló en el piso mientras se daba cuenta de que era tarde. Tarde para la fiesta, para ponerse el vestido, acomodarse el sombrero. Tarde para que vinieran a buscarla.
The Destroyed Room, Jeff Wall, 1978
La maldita tiene la culpa, puta, puta. Repetía una y otra vez, ahora recostada en el suelo, acurrucada, enrollada. Los ojos se posaron en el rincón del cuarto, en una esquina. Oculto tras el colchón deshecho, asomaba una caja blanca. No lo había desembalado para que no se arruinara. Ahora lo venía a encontrar. Justo ahora. Se incorporó de golpe, como si la hubiesen enchufado a un generador. Tiró el colchón y agarró la caja. Con desesperación sacó la tapa hasta tener frente a su rostro desencajado, el buscado sombrero.
Lo tomó entre sus manos. El ímpetu furioso, arrebatado, se había transformado. Una calma paralizante la dominó. Se lo puso con delicadeza. Su espejo estaba esparcido por el suelo convertido en pedazos sin sentido. Fue hasta la ventana y se miró a través del reflejo del cristal. Se lo acomodó con cuidado y esmero. La maldita tiene la culpa, que puta, seguía repitiendo. Entre tanto caos, le costó un poco encontrar el cuchillo para cortar pan, pero esta vez tuvo suerte.
Abrió la puerta de su pieza. La cartera apretada contra el pecho escondía el cuchillo, y el sombrero rosa puesto, luciéndose para que todos lo vean: claro, alegre, femenino. Cerró la puerta y salió.

Andrea Larrieu

Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje a partir de la imagen "The destroyed Room" de Jeff Wall.


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