El sombrero rosado
Tenía que encontrar
el sombrero. Rosa, haciendo juego con el vestido que había comprado
después de tanto esfuerzo.
No aparecía. Casi
podía jurar que lo había guardado en el cajón. En el último no
estaba, vació el siguiente mientras la paciencia se iba poniendo
ácida. Con el tercero, dio un tirón fuerte que le alivió un poco
la tensión. Revolvió toda la ropa, pero era inútil, había
desaparecido. Hasta llegó a abrir el primero, tan pequeño que era
gracioso que pensara encontrarlo ahí.
Quería su sombrero,
lo necesitaba. Dónde se vio a una mujer bien vestida, llegando de la
mano del hombre más guapo del barrio, con la cabeza despejada. Ni un
rodete con una hebilla de flores pomposas podía reemplazarlo.
Tenía que
encontrarlo. Primero ansiosa, pero esperanzada, sacaba las cosas,
movía los muebles y todo se desparramaba. Faltaba poco, y no iba a
estar lista cuando él tocara su puerta. Iba a venir, no la iba a
dejar plantada. Iba a venir. Un caballero, siempre de traje gris y
sombrero con ala, educado, amable. No había en él una pizca de
arrebato, formal, ubicado. Eso era lo que la enloquecía. Ella tan
expresiva y él tan silencioso. La noche y el día, empecinados en
encontrarse en un amanecer para fundirse. Así eran ellos. No como la
otra ordinaria que se hacía la mujer bien, calladita para parecerse
a él, que salía a la puerta a esperar que pasara para que la
cortejara.
Quizás se había
caído debajo de la cama. Se agachó pero estaba muy oscuro. El
tiempo apremiaba y la calma debió quedar atrapada en algún cajón.
Esa maldita tenía algo que ver con esto. Él la saludaba cuando se
la cruzaba pero sólo de compromiso, como caballero que era. Si
quisiera encontrarse con la maldita, no entraría primero en el café,
pasaría de largo, pero no, siempre atravesaba la puerta, aunque ella
sabía que eran excusas para verla, escucharla con paciencia mientras
le servía el café, sonreírle. Tan caballero él. Cómo podía
enfrentar semejante hombría sin un sombrero. Color rosa, femenino,
aromático, como un jardín floreado. La otra camarera le decía que
no se hiciera ilusiones, que él iba porque el café era el mejor,
-muchas veces quería atenderlo, robarle su lugar, pero ella siempre
le ganaba-. Le decía que iba porque el bar formaba parte de su
rutina diaria: siempre en la misma mesa, a la misma hora, siempre un
café negro, leyendo el diario, lo tomaba sólo, a veces con otro
hombre con el que se encontraba. A pesar de todo, ella estaba segura
de que el motivo era verla, aunque su compañera, de envidiosa, lo
negara.
Y el sombrero que no
aparecía. Se enojó. La furia se presentó de golpe, como una
tormenta repentina e inesperada. Levantó el colchón y lo arrojo al
otro lado. Inútil, ahí tampoco estaba. Siguió incrementando la
intensidad de sus truenos, primero tirando la mesa de caña contra la
pared, luego destrozando la ropa. Antes se calmaba con los
movimientos violentos, pero ahora la ponían más furiosa.
Y el sombrero seguía
sin aparecer. Estaba convencida de que la maldita le había hecho un
trabajo. Claro, no podía competir con su figura tan bien mantenida y
su carisma para acaparar la atención de los hombres que la rodeaban.
Esa maldita tuvo que recurrir a artilugios para desplazarla. De qué
otra forma podría, con ese andar en cámara lenta, la ropa cara pero
inexpresiva de lo almidonada, esos silencios incómodos, los paseos
aburridos que hacía con su caballero pavoneándose por la puerta del
café mientras sostenía el brazo del hombre.
Pero ella se
adelantó a invitarlo a la fiesta. Mientras le servía un poco más
de café, cuando él le habló del baile y le preguntó con quién
iría. Tan tímido era que decidió ayudarlo. Y lo invitó. Por un
momento se relajó al recordar la mirada de su caballero que se
perdía en el líquido oscuro de la taza, la cara enrojecida, las
palabras entrecortadas. Tan reservado, tan educado. Lo tomó como un
sí y continuó atendiendo. El mejor día de su vida. Una cita única
y tan esperada. Después de terminar su turno, estuvo hasta tarde
buscando y buscando la vestimenta adecuada. Finalmente consiguió el
vestido y el sombrero rosa, como una niña pálida, fina y sonriente.
De qué le servía
ahora. Menos mal que estaba atrasado, ni siquiera se había puesto el
vestido. Y quién sabe dónde estaría. Entre tanto desorden ya había
perdido dos prendas. Mientras la mente elucubraba excusas y
maldiciones, las manos seguían rompiendo cuanta cosa podría tener
guardado su sombrero. Ya no importaba que no lo usase, era una
cuestión de orgullo, de dignidad. Tenía que encontrarlo.
Arrojó contra la
pared un poster convertido en cuadro, arrancó todas las plumas de su
almohada, pateó lo que quedaba de un cajón. Se encontró erguida y
solitaria en el centro de la pieza en ruinas. Los gritos atravesaban
las paredes finas como flechas envenenadas: basta loca de mierda,
dejá de hacer ruidos, mirá que vamos a llamar a la policía, pará
de una vez, histérica. Ella permanecía parada. Las piernas se
aflojaron. Las piernas, los brazos, el torso. Quiso sentarse, pero
todo estaba inutilizado: la silla, la cama, la mesa. Se arrodilló en
el piso mientras se daba cuenta de que era tarde. Tarde para la
fiesta, para ponerse el vestido, acomodarse el sombrero. Tarde para
que vinieran a buscarla.
The Destroyed Room, Jeff Wall, 1978 |
La maldita tiene la
culpa, puta, puta. Repetía una y otra vez, ahora recostada en el
suelo, acurrucada, enrollada. Los ojos se posaron en el rincón del
cuarto, en una esquina. Oculto tras el colchón deshecho, asomaba una
caja blanca. No lo había desembalado para que no se arruinara. Ahora
lo venía a encontrar. Justo ahora. Se incorporó de golpe, como si
la hubiesen enchufado a un generador. Tiró el colchón y agarró la
caja. Con desesperación sacó la tapa hasta tener frente a su rostro
desencajado, el buscado sombrero.
Lo tomó entre sus
manos. El ímpetu furioso, arrebatado, se había transformado. Una
calma paralizante la dominó. Se lo puso con delicadeza. Su espejo
estaba esparcido por el suelo convertido en pedazos sin sentido. Fue
hasta la ventana y se miró a través del reflejo del cristal. Se lo
acomodó con cuidado y esmero. La maldita tiene la culpa, que puta,
seguía repitiendo. Entre tanto caos, le costó un poco encontrar el
cuchillo para cortar pan, pero esta vez tuvo suerte.
Abrió la puerta de
su pieza. La cartera apretada contra el pecho escondía el cuchillo,
y el sombrero rosa puesto, luciéndose para que todos lo vean: claro,
alegre, femenino. Cerró la puerta y salió.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje a partir de la imagen "The destroyed Room" de Jeff Wall.
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