La otra realidad
Nadie debe hacer preguntas
en esta puerta, porque puede despertarse la gente de la ciudad.
Porque cuando la gente de esta ciudad se despierte, morirán los
dioses. Y cuando mueran los dioses, los hombres no podrán soñar
más.
Días de
ocio en el país de Yann,
Lord
Dunsany
Una vez le pregunté cuál era su sensación
favorita, o su sentimiento, algo así. Extrañamente no respondió
nada asemejado o traducible con felicidad o alegría. La contestación
inmediata fue: nostalgia.
Y de hecho, sé que si le hicieran la misma pregunta en este
instante, contestaría, aunque sea del todo improbable, de igual
manera.
La nostalgia la entiendo, me dijo entrecerrando
los ojos azules, como algo que aparece en mí ante alguna imagen,
olor o sabor que rememora una situación lejana y luminosa. Mi
nostalgia, la mía propia, es entendida como algo satisfactorio, como
una falta agradable.
Una completitud incompleta o una caricia íntima del pasado,
generalmente lejano. Amo lo antiguo, el tiempo vivido que fue tiempo
feliz. El rayo de sol en la mejilla, el atardecer otoñal en mi
pueblo natal, las sombras del bosquecito que linda con el jardín de
mi primera casa, el ciruelo de ese jardín, las manos arrugadas de mi
tía regalándome frutillas y ciruelas con azúcar, el olor a humedad
de la habitación abandonada, el chirrido de la puertita despintada
del patio, la vereda de ladrillos y los malvones y los frascos con
venenos para hormigas, el paredón de cemento, el alambrado oxidado,
el correteo de Dago -mi perro preferido por ser el menos vistoso- con
su cola marrón café, la enredadera violácea con los abejorros
curiosos y perezosos, las callecitas inundadas de hojas marrones y
amarillas. Los ruleros que adornaban las cabezas de las viejas
-siempre había muchas viejas en mi casa- amigas de mi tía. El
tanque de kerosene, el pastizal del fondo y los bichos bolita, la
planta de menta y el arquito de madera fabricado por mis manos sucias
de siete años, el cielo rosado reflejado en los charquitos.
Landscape of Provence, Alfred Henry Maurer |
En parte creo que tenés razón, le respondí,
pero ojo, la nostalgia no debe confundirse con la melancolía, ese
mal sentir que te estruja incesantemente el corazón, esa respiración
quemante y ponzoñosa que amaga con agujerear pulmones. No, gracias,
si eso a vos te atrae, dejame nomás, yo paso, tío.
Pibe, me hablás de estrujes y pulmones quemados cuando lo que siento
es una mano suave en el pecho, un erizar de pelos en la nuca, un
cosquilleo detrás de las orejas y en la parte que viene
inmediatamente debajo del ombligo. Una respiración fresca con
aliento a jazmín de ese primer patio y un raspar agradable en la
garganta. Una sensación de quietud en la mente que obliga a cerrar
los ojos y abrirlos enseguida.
Se sonrió. Era el tipo raro de la familia. A mí me fascinaba
sentarme y hablar con él. Bueno, dejarlo que me contara cosas,
porque yo casi que no acotaba. Me abandonaba a sus relatos, sus
historias y reflexiones. A veces pasaban las horas con tal velocidad
que para cuando me daba cuenta ya había anochecido, entonces lo
saludaba y salía corriendo a mi casa, para meterle un poco a los
apuntes de la facultad. Pensaba que tenía que recuperar el tiempo,
qué estupidez.
Al parecer el tío había encontrado el camino que llevaba a ese
mundo del que era a su vez creador y parte. Génesis y presente.
Un lugar imaginado a partir de experiencias, de imágenes, sonidos y
olores en el cual se sumergía para volver, al rato, a la existencia
que le obligaban a vivir otros. Una existencia que deleznó y atacó,
años antes, con argumentos poderosos pero infructíferos. El
resultado de sus ataques fue contundente, obtuvo la peor de las
derrotas, esa enorme tristeza llamada indiferencia. Una voz
gritándole al viento no es suficiente para ejecutar cambio alguno en
millones de oídos sordos, entonces sí, el final fue comprensible y
hasta lógico. Reclusión.
El tío se fue alejando de esa realidad, que incluía, por supuesto,
a su familia. Soy un idealista, persigo albures y creo en utopías,
sí, pero los que se la pasan con cara de culo, blasfemando contra
todo y mirando la hora a cada rato son aquellos. Lo decía por sus
hermanos, mi padre entre ellos, y en parte tenía razón. Pero
tampoco yo podía abiertamente declarar mi posición, pues ello
culminaría indefectiblemente en una discusión con mis padres y de
verdad, el solo hecho de pensar en tal cosa, me quitaba las ganas de
plantearla.
Así, como un personaje de Lord Dunsany, refugiado y soñando, fue
que se dejó envolver por las nostálgicas imágenes que, puede que
hayan sido reales o no, eso poco importa hoy, modelaba su mente con
la más exquisita habilidad. Se me vienen unos árboles frutales, un
cielo rosáceo con reflejos plateados, un sol brillante que remata en
un patio mojado por la reciente lluvia en verano, o un atardecer
otoñal donde las hojas se convierten en la atracción principal de
unos niños cuando regresan a paso cansino de la escuela. Aquel
primer día de clase o el ritual del primer cigarrillo. La casa de
tus abuelos, o un día en que ya siendo mayor vas a visitar a tu tío
favorito y lo encontrás calmo, sentado frente a la ventana con una
sonrisa tenue en los labios, tibio e imperturbable. Alejado ahora sí,
para siempre, de la realidad agobiante que lo envolvía. Respirando
despacio, como con susurros, e incapaz de volver a tu mundo y
devolverte el saludo. Lo comprendés todo, de principio a fin, y lo
envidiás un tanto también, porque estás convencido de que es
feliz, eternamente, aunque nunca más te lo diga.
Facundo Bertera.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje
Facundo Bertera.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje
3 comentarios:
Tremendo! Hermoso, me dejo ahí, justo a ahí...
Muchas gracias!
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