La máscara
Parece que duerme. Me estoy yendo. Esta quietud que parece pintada.
Me voy, lo estoy dejando y ahora no hace más que asemejarse a un
hombre dormido, genuinamente aplastado contra su almohada. No se
despierta con el ruido que hago llevando valijas, moviendo cajas. Uno
pensaría que en los momentos decisivos, que él siempre va a
recordar, que nunca dejaría, que atesoraría una última. Nada. No
escucha, no ve si hay lágrimas en mis ojos, si lo miro de reojo o
con ternura. No tiene un solo rasgo de tensión o una arruga
preocupada en la frente. Sus cachetes se hunden a gusto en la
almohada. No sé porqué lo miro. Me sueno la nariz mientras noto sus
cabellos que con lo años se tornaron más finos, las canas que
aparecen en pequeñas islitas de su cabeza. Lo escucho respirar como
una maquina que hace circular el aire. El aire no me va a despedir,
tampoco, cuando finalmente deje las llaves en la mesa y salga, cierre
la puerta. No, no lo voy a despertar. Uno pensaría que, dadas las
circunstancias. Pero no. Que duerma. Escucho el ritmo de mi corazón.
Él sabía que me iba, sabía que lo miraría así, buscando ese
punto débil que se extendiera como una grieta dejándome ver qué
siente. Qué piensa. Un hueco. Pero lo miro y no hay nada, un hombre
cualquiera dormido una noche de verano. Nada. Agarro las valijas sin
hacer ruido. Abro la puerta que rechina como siempre. Era cuestión
de ponerle un poco de WD40 pero nunca compramos. Le echo una gota de
aceite de girasol y pruebo abrir y cerrar otra vez. En silencio
total.
Despacito, desde el otro lado del cuarto llega un eco. Algo se
descascara cada vez con más fuerza. Escucho caer dos mitades al
piso. Cuando llego, él llora.
Deborah Hadges
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje
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