Futurofobia
Cuando la gente me remite a mi pasado, me pregunta o relata
situaciones y anécdotas perdidas en los recovecos de mi frágil
memoria, me suele invadir una sensación de completa serenidad. Me
zambullo en un mar calmo, dejándome llevar por esas nubes suaves y
traslucidas de octubre —otro hermoso mes, casi tanto como abril—
y sin pensar en nada más que en aquello que mis oídos escuchan con
placer casi morboso, me dejo envolver por suaves acordes, por lo
general de viejas canciones que me acompañaron en mi niñez. Es
curioso pero en la mayoría de esas melodías, las que suelo evocar
de manera semiconsciente, tienden a aparecer trazos de violines y a
veces de acordeones. Instrumentos que, por otro lado, jamás supe
tocar.
Bob Mazzer |
Si bien este comportamiento puede resultar algo fuera de lo normal
para muchas personas, lo más extraño es lo que me sucede cuando el
tiempo verbal al que se me transporta es el contrario. Si supieran la
conducta, cuanto menos curiosa, a la que incurro cada vez que me
preguntan sobre mi futuro, qué será de mí, después, mañana, al
final de cuentas. Los adverbios de tiempo futuro me causan semejante
pavor que huyo de ellos de unas maneras de tal cobardía que resultan
en patetismo. El rostro se tensa, el corazón martillea y tengo la
urgencia de cambiar de conversación, de lo contrario el cuadro se
agudiza a tal punto que me resulta incontrolable. Si me vieran: la
garganta seca, la voz entrecortada y saliendo de mi garganta en forma
más fina que un hilo. La gente que me conoce bien, de manera muy
acertada, evita hacerme ese tipo de observaciones y por esa razón
que me refugio tanto en ellos y en mi perro, que también conocedor
del problema que me aqueja, evita dirigirme la palabra, o el ladrido,
cuando siente que estoy con uno de mis ataques futurofóbicos.
Cuando pienso en algo que deberé hacer en el
día siguiente al que estoy viviendo, trato de pararme sobre el
próximo a ese y reflexionar sobre el asunto en cuestión como si ya
lo hubiese vivido, como una acción pretérita. Es algo que escapa de
lo común, lo entiendo perfectamente y por tal razón trato de
ocultarlo o de evitar ciertas situaciones en donde tengo la
certidumbre de que acabaré con un ataque. Por citar un ejemplo,
jamás solicitaría los servicios de tarotistas, adivinos o videntes;
solamente de imaginar el momento en que comenzaran a contarme cosas
sobre mis días venideros, siento un calor ascendente por el estómago
que termina por ocluirme las vías respiratorias. De nuevo, comprendo
lo asombroso del asunto, ¿pero quién no padece miedos o conductas
extravagantes ante ciertos estímulos que a otras personas no les
causarían el más mínimo daño? Sin ir más lejos, el viejo
Macedonio temía al final de sus escritos, o el mismo Borges, a los
espejos.
Facundo Bertera
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje.
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