Golpeaban
a la puerta y ellos lo supieron: tenían visitas.
Los
forasteros exclamaron que venían a conocer a la niña de ojos
negros.
-Adelante-,
les dijeron.
-¿Es
verdad que no tiene ojos humanos?- Preguntaron sonriendo
entusiasmados.
-Véanla
ustedes mismos.
Fueron
dirigidos hacia un dormitorio oscuro. En la cama se dibujaba un
contorno, presumiblemente de un cuerpo. El olor a azufre era
penetrante.
Las
sonrisas se fueron borrando de sus rostros de asombro y estupor.
Sintieron el líquido caliente correr por las mejillas y un hedor de
osamenta.
La
niña, con el rostro contra el techo, reptaba y volteaba la cabeza
con movimientos circulares. Hablaba un dialecto extraño, al hacerlo
babeaba espuma de cólera y odio.
El
negro azabache de las órbitas parecía brillar. Sus cabellos
grasosos, tenían miles de culebras venenosas, que se contorsionaban
y caían al piso, desintegrándose de sed de espíritus puros.
La
niña sedienta se bebió las almas de los visitantes desde sus ojos.
Sus órbitas quedaron ciegas, vacías, con un color negro azabache.
Carlos Flores, 2015.
Lee Deigaard |
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