El lenguaje de
los enamorados
No tuve
oportunidad de hablar, tampoco quise despedirme cuando te fuiste. Un
dialogo de gestos y silencios cómplices nos acompañó durante años.
Las cosas pasaban pero no se llamaban por su nombre, le teníamos
miedo a la trampa que nos tejen las palabras, la mejor manera de
comunicarnos era no mencionar lo que suponíamos. Ese acuerdo no
explicitado le daba una intensa presencia a nuestro encuentro, a tu
compañía. Yo transitaba cómodamente por ese mundo de palabras
poco pretenciosas.
Los años
venideros serían siempre años del presente, el tiempo se recortaba
en el recuerdo de unas croquetas calientes en la noche fría del
Trastevere, una tarde gris en la estación central de trenes en
Budapest, la corrida ridícula en Gatwick para no perder el avión
o en Barcelona el último metro, la reacción alérgica que
transformó tu rostro una tarde en Venecia y nuestra desesperación
por sus calles laberinto. La entrañable Aguas Dulces, cuando caía
la tarde sentíamos el olor de los primeros leños quemándose y yo
tomaba ese whisky lleno de verdades mirando el mar.
Nunca nos
llevamos bien con el futuro, sus coordenadas no estaban dentro de
nuestras posibilidades. Esa referencia ausente nos dejó eternos,
jóvenes y expectantes en un presente que lentamente se convirtió
en pasado. Las palabras no dichas, nuestro juego cómplice,
empezaron a perseguirnos en un silencio cada vez más incomprensible.
Cuando te fuiste,
yo también me fui. Las palabras se quedaron en casa,
impacientes, solas para siempre.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje a partir del Club de Lectura de Henri Michaux.
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