Secreto familiar
A la casa de Martina
nadie quería ir en momentos silenciosos. Salvo aquel que quisiera
morir.
Casa de techo a dos
aguas, rojo agrisado. Paredes blancas con marcas sutiles, como las
arrugas de un rostro. Chimenea amplia. Varios cuartos. Patio y una
terraza. Enormes ventanales de madera rústica, siempre cerrados, con
las luces prendidas por dentro. Alejada de la ciudad, cerca de la
ruta, con calles de tierra y pocos vecinos.
Perros que no eran
de nadie dormían en la puerta, merodeaban.
Siempre estaba llena
de gente, personas que entraban y salían, no existían las
cerraduras ni las llaves. Reuniones con amigos, vecinos, familiares.
Nosotros no
entendíamos cómo a los dueños no les molestaba esa cantidad de
gente, tantos ruidos. Por eso decidimos investigarla.
Elegimos la hora de
la siesta un día de verano y así descubrimos su secreto. Cuando la
casa estaba en silencio, alguien moría. Era una especie de
maldición.
Al menos en verano
se escuchaban las moscas, algún gallo lejano, el polvillo de la
tierra, el rechinar de los árboles, los autos que pasaban por la
ruta, los grillos. Cuando no, llegaba el miedo.
Quienes vivían ahí
se inventaron una manera de generar ruidos constantes. Los niños
tenían amigos invisibles y conversaban con ellos durante la hora de
la siesta y los padres invitaban a gente todo el tiempo, aún durante
la noche. La presencia de personas comenzó a ser valuada cada vez
más.
La casa envejecía. No importaba tanto la estética como sí
garantizar la presencia de los invitados. Fue re diseñada para
fomentar las visitas, en lugar de la comodidad de las cuatro personas
que la habitaban.
Se agregaron más
cuartos, un baño cercano al patio. Se construyó una enorme pileta y
comenzó a llenarse de gente. La puerta nunca se cerraba con llave,
las personas ingresaban sin llamar siquiera, a cualquier hora. La
parrilla duplicó el tamaño al igual que la mesa y la cantidad de
sillas. Los dueños de la casa garantizaban los asados para los
visitantes así como las bebidas.
En invierno las
cosas empeoraban, porque ante la falta de necesidad de pileta y de
asados al aire libre, nadie acudía a la casa e inevitablemente
llegaba la soledad. En ese caso los habitantes también se habían
armado de estrategias. El padre trabajaba afuera la mayor parte de
del día. La madre hacía lo mismo, mientras los niños estaban con
sus abuelos. Llegada la noche, dormían con los televisores
encendidos.
Los invitados sabían
cuál era el secreto, pero no se animaban a decirlo. Temían que la
maldición se trasladara a otras casas y se reprodujera. Que la
muerte los alcanzara a todos. O tal vez la soledad.
Mariana Avendaño, 2015.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje a partir del Club de Lectura de Cortázar.
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