lunes, 20 de julio de 2015

Secreto familiar * Mariana Avendaño

Secreto familiar 

A la casa de Martina nadie quería ir en momentos silenciosos. Salvo aquel que quisiera morir.
Casa de techo a dos aguas, rojo agrisado. Paredes blancas con marcas sutiles, como las arrugas de un rostro. Chimenea amplia. Varios cuartos. Patio y una terraza. Enormes ventanales de madera rústica, siempre cerrados, con las luces prendidas por dentro. Alejada de la ciudad, cerca de la ruta, con calles de tierra y pocos vecinos.
Perros que no eran de nadie dormían en la puerta, merodeaban.
Siempre estaba llena de gente, personas que entraban y salían, no existían las cerraduras ni las llaves. Reuniones con amigos, vecinos, familiares.
Nosotros no entendíamos cómo a los dueños no les molestaba esa cantidad de gente, tantos ruidos. Por eso decidimos investigarla.
Elegimos la hora de la siesta un día de verano y así descubrimos su secreto. Cuando la casa estaba en silencio, alguien moría. Era una especie de maldición.
Al menos en verano se escuchaban las moscas, algún gallo lejano, el polvillo de la tierra, el rechinar de los árboles, los autos que pasaban por la ruta, los grillos. Cuando no, llegaba el miedo.
Quienes vivían ahí se inventaron una manera de generar ruidos constantes. Los niños tenían amigos invisibles y conversaban con ellos durante la hora de la siesta y los padres invitaban a gente todo el tiempo, aún durante la noche. La presencia de personas comenzó a ser valuada cada vez más.
La casa envejecía. No importaba tanto la estética como sí garantizar la presencia de los invitados. Fue re diseñada para fomentar las visitas, en lugar de la comodidad de las cuatro personas que la habitaban.
Se agregaron más cuartos, un baño cercano al patio. Se construyó una enorme pileta y comenzó a llenarse de gente. La puerta nunca se cerraba con llave, las personas ingresaban sin llamar siquiera, a cualquier hora. La parrilla duplicó el tamaño al igual que la mesa y la cantidad de sillas. Los dueños de la casa garantizaban los asados para los visitantes así como las bebidas.
En invierno las cosas empeoraban, porque ante la falta de necesidad de pileta y de asados al aire libre, nadie acudía a la casa e inevitablemente llegaba la soledad. En ese caso los habitantes también se habían armado de estrategias. El padre trabajaba afuera la mayor parte de del día. La madre hacía lo mismo, mientras los niños estaban con sus abuelos. Llegada la noche, dormían con los televisores encendidos.
Los invitados sabían cuál era el secreto, pero no se animaban a decirlo. Temían que la maldición se trasladara a otras casas y se reprodujera. Que la muerte los alcanzara a todos. O tal vez la soledad.



Mariana Avendaño, 2015.
Texto producido en los talleres de Siempre de Viaje a partir del Club de Lectura de Cortázar.


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