miércoles, 2 de diciembre de 2015

Pertenecer * Clarice Lispector

15 de junio 1968

Un amigo mío, médico, me aseguró que desde la cuna el niño siente el ambiente, el niño quiere: en él el ser humano desde la cuna ya comenzó. Estoy segura de que en la cuna mi primer deseo fue el de pertenecer. Por motivos que no interesan aquí, de alguna manera yo debía estar sintiendo que no pertenecía a nada ni a nadie. Nací sin motivo. Si en la cuna experimenté esa hambre humana, ésta sigue acompañándome en la vida, como un destino. Al punto de que mi corazón se contrae de envidia y deseo cuando veo una monja: ella pertenece a Dios.
Exactamente porque es tan fuerte en mí el hambre de darme a algo o a alguien, es que me volví muy arisca: tengo miedo de revelar cuánto necesito y cuán pobre soy. Lo soy, sí. Muy pobre. Sólo tengo un cuerpo y un alma. Y necesito más que eso. Quién sabe si no empecé a escribir tan pronto en la vida porque, al escribir, por lo menos me pertenecía un poco a mí misma. Lo que es un triste facsímil. Con el tiempo, sobre todo en los últimos años, perdí mi don de gentes. No sé ya cómo se es. Y una especie completamente nueva de la “soledad de no pertenecer” empezó a invadirme como hiedras a un muro. Si mi deseo más antiguo es el de pertenecer, ¿por qué entonces nunca formé parte de clubes o de asociaciones? Porque no es eso a lo que yo llamo pertenecer. Lo que yo quería, y no puedo, es por ejemplo que todo lo que viniera de bueno desde mi adentro yo pudiera darlo a aquello a lo que perteneciera. Incluso mis alegrías, qué solitarias son a veces. Y una alegría solitaria puede tornarse patética. Es como quedarse con un presente todo envuelto con papel de regalo en las manos —y no tener a quién decirle: tome, es suyo, ábralo. No queriendo verme en situaciones patéticas y, por una especie de contención, que evita el tono de tragedia, raramente envuelvo entonces con papel de regalo mis sentimientos. Pertenecer no resulta sólo de ser débil y necesitar unirse a algo o a alguien más fuerte. Muchas veces las intensas ganas de pertenecer me vienen de mi propia fuerza —yo quiero pertenecer para que mi fuerza no sea inútil y fortifique a una persona o cosa. Si bien tengo una alegría: pertenezco, por ejemplo, a mi país, y como millones de otras personas soy pertenencia de él a tal punto, que soy brasileña. Y yo que, muy sinceramente, jamás deseé o desearía la popularidad —soy demasiado individualista para poder soportar la invasión de la que una persona popular es víctima—, yo, que no quiero la popularidad, me siento sin embargo feliz de pertenecer a la literatura brasileña. No, no es por orgullo, ni por ambición. Estoy feliz de
pertenecer a la literatura brasileña por motivos que nada tienen que ver con la literatura, pues ni siquiera soy una literata o una intelectual. Feliz sólo de “ser parte”. Casi logro visualizarme en la cuna, casi logro reproducir en mí la vaga y no obstante apremiante sensación de necesitar pertenecer. Por motivos que ni mi madre ni mi padre podían controlar, yo nací y resulté tan sólo: nacida. Sin embargo, fui preparada para ser dada a luz de un modo muy bonito. Mi madre estaba ya enferma, y, por una superstición muy difundida, se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada: con amor y esperanza. Sólo que no curé a mi madre. Y siento hasta el día de hoy esta carga de culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y yo hubiera desertado. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano y haberlos traicionado en la gran esperanza. Pero yo, yo no me perdono. Querría que simplemente se hubiera cumplido un milagro: nacer y curar a mi madre. Entonces, sí: yo habría pertenecido a mi padre y a mi madre. Yo no podía confiar a nadie esta especie de soledad de no pertenecer porque, como desertor, tenía el secreto de la fuga que por vergüenza no podía conocerse. La vida me hizo de vez en cuando pertenecer, como para darme la medida de lo que pierdo al no pertenecer. Y entonces lo supe: pertenecer es vivir. Lo experimenté con la sed de quien está en el desierto y bebe sediento los últimos tragos de agua de una cantimplora. Y después la sed vuelve y es propiamente en un desierto donde camino.

Clarice Lispector. Revelación de un mundo.



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1 comentario:

Noesperesnada dijo...

Siempre inquietante Clarice.