En el viejo andén estábamos todos.
La estación rústica era una de las cosas que la ciudad conservaba
de cuando era un pueblo.
Ella parecía no querer subir, o tal
vez era yo la que no quería que lo hiciera. Esperábamos abajo hasta
que sonara el silbato, mientras los adultos conversaban.
Ella y yo
jugábamos con los panaderos del aire. Corríamos en círculos a su
alrededor, torpes, tentadas de risa, con los pelos en la cara.
Pretendíamos atraparlos. Sus partículas eran tan sutiles que
acercarles nuestras manos se volvía imposible. El más leve
movimiento los alejaba aún más, pero al instante volvían. Sueltos,
volaban en el aire como algodón transparente.
Sonó el último silbato. Subieron
al tren. Nosotros quedamos abajo. Mi papá me alzó en brazos y miré
a través de la ventana. Los ventiladores funcionaban acariciando el
aire lentamente. El marrón de los asientos ocupaba mi visión. Todo
era marrón.
La imagen se vio interrumpida por su
figura y las de mis tíos, asomándose a la ventana. El tren comenzó
a alejarse, así como si caminara. Ella estiraba la mano para tocar
la mía hasta que el viento hizo que su pelo negro noche la cubriera.
Ya no veía sus ojos verde oliva, como dos aceitunas.
El tren apuró su marcha. Mientras
esas ruedas de fierro giraban con un esfuerzo descomunal, la bocina
sonaba más fuerte.
Vi un panadero del aire caer sobre
mis hombros. Entregándose. No quise atraparlo, lo dejé ahí.
Mientras volvíamos con mi familia al auto papá quiso que
entonáramos juntos una canción. Y ¿Sabes? No supe que estaba
triste hasta que me pidieron que cantara.
Mariana Avendaño, 2016.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje a partir de la lectura de Arnaldo Calveyra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario