lunes, 14 de marzo de 2016

Casamientos * Cristina Eseiza


Casamientos


La noche del casamiento de la Bebota con el muchacho del perro gigante, de mirada loca como la de su dueño, llovía a cántaros y llegamos al final de la fiesta. Me puse vestido y zapatos Chanel blancos, aunque ya se sabe que no se va de blanco a las bodas. Ni bien Rossini y yo entramos, el muchacho del perro desmesurado, a quien sólo había visto un par de veces, me invitó a seguirlo a la trastienda. Supuse que para servirme algo de tomar, en las mesas quedaba muy poco. Me llevó hasta los baños, me metió en uno, dijo que siempre lo había excitado mi cara de muñequita y quería despedirse de su soltería. Trabó la puerta de chapa acanalada por dentro. Hacía un calor humeante, sulfúrico. Miré mi zapato de punta cuadrada, inmaculado en un charquito ambarino. Con parsimonia, clavándome su pupila lunática, comenzó a maniobrar con el cierre del pantalón. La oblicua paradoja. No un  invitado, no el padrino, el novio se emboscaba conmigo en las letrinas. Con la mano impedí que siguiera, diligente y sorpresiva había llegado la revancha. Los lunes a la tardecita, Rossini y la Bebota podían seguir revolcándose juntos.
Volvimos a la fiesta donde nadie parecía habernos extrañado. Como una reina, desde el Chanel, brindé con la novia por su felicidad eterna mientras dejaba que mi marido me mordiera, goloso, la oreja.


Cristina Eseiza.



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