Se
miró en la tapa del piano como en un negro pozo, sintiéndose
reflejado en el sonido de las teclas, a paso tranquilo. El fondo de
las notas que pulsaba su jinete le nombraba el alma. Sacudió la
cabeza poderosa tratando de alejar ese brote de algo desconocido
dentro suyo. Eligió calmarse. Sus orejas tiradas hacia atrás le
insistían en lo raro de este nuevo territorio. Comenzó a beber la
música de a largos sorbos y arroyitos de agua le corrían por los
ojos. Su amigo, sin mirarlo, lo guiaba con los compases mejor que las
riendas. Se dejó llevar.
A
través de escalas oscuras, descendían circularmente, en lento
vuelo. Las alas lustrosas del piano tocaron el tono más bajo, no
podían descender más. Mundo de armonía calma. Sentía ser potrillo
por salir a la luz del sol.
De
repente, las notas cambiaron, se hicieron ágiles, juguetonas,
luminosas. Entre ellas percibía sus cascos repiqueteando sobre el
pasto, como la primera vez. El recuerdo de su madre irrumpió en la
melodía, relincho de aguda gravedad. La siguió a campo traviesa.
También por pentagramas de alambre y camino.
A
un movimiento súbito del piano se hizo un silencio. Finalizó la
canción de su crianza. Creyó que permanecería para siempre en el
instante de la separación, pero las teclas reemprendieron el camino.
Describían la isla, el cuadro central que resonaba a su carrera y
todo lo familiar del último tiempo. La imagen, que lo envolvía,
comenzó a alejarse, se hacía pequeña como un mapa.
El
corazón no le daba tregua, parecía uno con las notas graves del
instrumento, dando un ritmo sordo a la sinfonía de su existencia. El
cuerpo en tensión le hacía presentir una tormenta más allá.
Una
brisa imprevista de acordes le hizo conocer la melodía que había
originado a los caballos. Se escuchaba galopando entre los padres de
su raza. Presenció, a través de la música, el primer encuentro con
el hombre y cómo habían trabado amistad por primera vez. La imagen
del mundo entero, rueda movida por multitud de galopes.
Las
oleadas de música que lo invadían desbordaban al piano. Oía cantar
a la aurora, las oberturas de los mares.
Trenzada
de armonías y disonancias, la línea del horizonte se acercaba más
y más, entre el miedo y el deseo.
Sentía
resquebrajar las articulaciones, al corazón dar golpes hondos y
desconocidos. El horizonte refulgía. Ya no era sólo sonidos, lo
podía ver naranja furioso, recortado contra un suelo de sombras.
La
seguridad de su amigo se había esfumado. El piano alcanzaba a
mantener la apasionada melodía a duras penas. Finalmente él, su
jinete y el torrente de sonidos que brotaba de manos y teclas se
hicieron uno con el amanecer.
La
mañana siguiente, en reposo pacífico, extendidos a lo largo de la
sala, los cuerpos sin vida del caballo y su muchacho, abrazados.
Tocaban el pozo oscuro del piano, partido en dos.
Federico Castro Walker, 2016.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje a partir de la lectura de Trío de Arnaldo Calveyra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario