sábado, 12 de marzo de 2016

El caballo, el piano y su jinete * Federico Castro Walker


Se miró en la tapa del piano como en un negro pozo, sintiéndose reflejado en el sonido de las teclas, a paso tranquilo. El fondo de las notas que pulsaba su jinete le nombraba el alma. Sacudió la cabeza poderosa tratando de alejar ese brote de algo desconocido dentro suyo. Eligió calmarse. Sus orejas tiradas hacia atrás le insistían en lo raro de este nuevo territorio. Comenzó a beber la música de a largos sorbos y arroyitos de agua le corrían por los ojos. Su amigo, sin mirarlo, lo guiaba con los compases mejor que las riendas. Se dejó llevar.
A través de escalas oscuras, descendían circularmente, en lento vuelo. Las alas lustrosas del piano tocaron el tono más bajo, no podían descender más. Mundo de armonía calma. Sentía ser potrillo por salir a la luz del sol.
De repente, las notas cambiaron, se hicieron ágiles, juguetonas, luminosas. Entre ellas percibía sus cascos repiqueteando sobre el pasto, como la primera vez. El recuerdo de su madre irrumpió en la melodía, relincho de aguda gravedad. La siguió a campo traviesa. También por pentagramas de alambre y camino.
A un movimiento súbito del piano se hizo un silencio. Finalizó la canción de su crianza. Creyó que permanecería para siempre en el instante de la separación, pero las teclas reemprendieron el camino. Describían la isla, el cuadro central que resonaba a su carrera y todo lo familiar del último tiempo. La imagen, que lo envolvía, comenzó a alejarse, se hacía pequeña como un mapa.
El corazón no le daba tregua, parecía uno con las notas graves del instrumento, dando un ritmo sordo a la sinfonía de su existencia. El cuerpo en tensión le hacía presentir una tormenta más allá.
Una brisa imprevista de acordes le hizo conocer la melodía que había originado a los caballos. Se escuchaba galopando entre los padres de su raza. Presenció, a través de la música, el primer encuentro con el hombre y cómo habían trabado amistad por primera vez. La imagen del mundo entero, rueda movida por multitud de galopes.
Las oleadas de música que lo invadían desbordaban al piano. Oía cantar a la aurora, las oberturas de los mares.
Trenzada de armonías y disonancias, la línea del horizonte se acercaba más y más, entre el miedo y el deseo.
Sentía resquebrajar las articulaciones, al corazón dar golpes hondos y desconocidos. El horizonte refulgía. Ya no era sólo sonidos, lo podía ver naranja furioso, recortado contra un suelo de sombras.
La seguridad de su amigo se había esfumado. El piano alcanzaba a mantener la apasionada melodía a duras penas. Finalmente él, su jinete y el torrente de sonidos que brotaba de manos y teclas se hicieron uno con el amanecer.
La mañana siguiente, en reposo pacífico, extendidos a lo largo de la sala, los cuerpos sin vida del caballo y su muchacho, abrazados. Tocaban el pozo oscuro del piano, partido en dos.



Federico Castro Walker, 2016.
Texto producido en los Talleres de Siempre de Viaje a partir de la lectura de Trío de Arnaldo Calveyra.


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