Latido-acidez,
latido-acidez, latido-acidez. Un dolor espantoso que sube por el
esófago, desciende al estómago y lo incendia. Vuelta a empezar.
Sudor, incomodidad. Excusa cualquiera para abandonar reunión de
trabajo con cara de todo O.K. Pastilla, ¿dónde está la pastilla?
Tanteos hasta encontrarla. La mano restante, apoyada en un ventanal
del piso treinta y pico le da descanso al cuerpo, enfundado en James
Smart.
El estómago
manda, por más que a él lo miren como al dueño del circo. Caído
por el ángulo más sonso. Derrotado no por un rival o una
catástrofe, por algo tan grasa.
Cuando llegó
donde todos querían, diez años atrás, el único protagonismo de
sus tripas pasaba por una intuición visceral. Gracias a ella,
contactos y una educación excelente había convertido la escalera
hacia el éxito en mero trámite. Las dudas, de los otros.
La intuición
lo había guiado en las relaciones públicas, en las amistades más
convenientes, en la elección de la mujer exacta.
Con esos
amigos economizaban empatía. La reservaban para sus semejantes
sociales.
Él, por
supuesto, era el que entendía qué ola dejar pasar y cuándo tomar
la justa con mayor rendimiento. Sí, siempre había sido de esa
manera, hasta los cuarenta y cinco, cuando comenzó ¿Cómo llamarlo?
sí, el vacío estomacal.
La intuición
reemplazada en un día por una cadena de dolores de distinta
intensidad y lugares del sistema digestivo. Convertido él mismo, de
repente, en usurpador del lugar que le había conseguido su yo
pasado.
Eligió en
ese momento no prestarle atención. ¿Por qué no seguir teniendo la
fiesta en paz? ¿No estaba donde los demás querían? ¿Quién podía,
además, notar el cambio?
Después de
la muerte de su padre, mentor desde siempre, el latido visceral se
fue adueñando de sus pensamientos. Sus éxitos no tenían
destinatario que valiera la pena. Demasiado estético para
conformarse con el ego. La envidia ajena le daba lástima, pocas
satisfacciones.
Los viajes
al extranjero, exóticos o no, pasaron a darle lo mismo, igual un
palacio en Francia que en la India.
El sueño
leve, reforzado por una combinación de sedantes y antiácidos.
Cada
año el vacío se fue haciendo peor hasta dominarlo por completo,
convirtiéndolo en actor de lo que había sido. Parecía un cantante
–sólo- de grandes éxitos.
La vida
familiar, una liturgia vacía.
En el fondo,
no podía digerir que triunfar fuera eso.
Arrinconado,
se aferró al manual: relaciones públicas fluidas, deportes,
reuniones, más amigos, sonrisa tatuada, la concentración para
mantenerse con plata (mucha). Escapar hacia adelante.
Pero no hay
caso, se siente como el mago al que se le ven los trucos. Una tensión
excesiva al cerrar negocios le hace tragarse la baba. No puede
disimular la falta de interés en lo social, que literalmente lo
infla.
En sus
triunfos previsibles ya ni siquiera hay confort.
Las tripas,
por lo menos, le disimulan la nada.
Federico
Castro Walker
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