miércoles, 24 de agosto de 2016

(al borde de una infancia) * Gabriela Oyola



En la mañana, antes de empezar a componer algo que hable de la infancia, a la espera del agua para el mate, cegada por una imagen amarilla, comencé a jugar con un barrilete tejido que cuelga de una barra de metal, debajo de un estante en el que apoyo el café, algunos sobres con té, mate cocido. De este barrilete turquesa, amarillo y rojo cuelgan unos cascabeles. Con cierta inspiración que en mí es propia durante la mañana, jugué algunos minutos haciéndolos sonar. Un barrilete de infancia pensé. Un sonido que viene de lejos y se aprende para siempre. Es acaso el barrilete de Juanito Laguna o el barco de Quinquela pero pintado en miniatura. Ya visto con el paso del tiempo. Mi barrilete, mis trozos de niño.

También repentinamente pensé en Roland Barthes y en sus relatos íntimos de duelo a su madre. En esa fotografía en que la describe pequeña, 5 años, junto a sus dos hermanos, compartiendo el invernadero en la que fue tomada la imagen. En Proust, cuando narra la melancolía originada por las galletas que comía durante la siesta. Y entendí con afectación, con un amor familiar, ciertas descripciones de algunos cuadros de Berni. Hace poco los había visto en un museo en la ciudad de Mar del Plata. Toda la exaltación de la vida común en una pintura temporal que intentaba reponer experiencias de niñez. Con un gran poder en los colores. 

De ese pedazo de tela enhebrado  intento trasponer un tejido, materiales, olores inconfundibles como el de la niebla durante el invierno. Objetos que evocan una naturaleza que todo pintor deja caer sobre un blanco. Mis naturalezas son un poco toboganes de madera gruesa, unas sillas altas de cuerina marrón, una cuarto de galletas boca de dama, confites mezclados con animales de vainilla. Algunos cuadernos azules papel araña, etiquetas, papel metalizado con el que hice un avión rústico a mi hijo. Hace una semana. 

Esa naturaleza que respira por sí misma en cada uno de los paseos los domingos por la tarde, después de lavar el auto en la vereda, dejar en cada ventana una presencia que se fue borrando de a poco. Esa mirada a las cosas, detrás de las cosas, donde reaparece el detalle de una época. De un trozo de papel barrilete. Una liviandad de los días de los que sólo quedan las plumas en una plaza cualquiera.

Un corte vertical sobre una línea de tiempo: unos zapatos rojos en una región imprecisa, seis o siete cuadras de empedrado caminando de la mano de mi abuelo, siguiendo los pasos cortos de un perro pequinés. Todo es espeso en la infancia: la sopa, el mate cocido, una gorra de lana en el invierno, la ansiedad que provoca un mundo difícil de mirar a distancia. Una visión que encima los objetos, los materiales de los que están hechos. Recuerdo el comienzo de las cosas. Las manos sólo llegan al mostrador en el almacén.

La foto del invernadero, el barrio de Antonio Berni, una combinación imprecisa pero con un movimiento constante de olas que traen a la orilla pedazos de cosas que se acercan. 

Naturalezas creo, animándome a levantar de la arena, sin sentir el frío típico del agua de la costa. 

Viví algunos años en el barrio de Constitución. Mucho después que dejara de ser un mercado de frutos, un siglo después. Sin embargo, no siendo niño de esa geografía, siento un amor particular por los carretones antiguos. Como si la infancia fuera un lugar, una región que acumula placas de colores. Una hábitat, con una gran timidez, cálida, pequeña. 

Los puertos de Quinquela, el de la Boca, su barrio devuelto en paisajes que vio desde temprano, me dejan pensando en las veces que visité a mi tía en su casa frente al puente Avellaneda. En el mismo barrio. Mis primas eran menores, muchas veces llevábamos algunos vestidos soñados por mí, pero que ya no podía usar. Un pasaje a otra cosa. Mis vestidos quedaron un poco ahí, otro poco en esta hoja. Como una pintura distinta que deambula entre barcos. 

La mía está al borde de mis vestidos, tironeados por monono, un perro pequinés, que fue también el perro de mis primos en el barrio de Constitución donde éramos vecinos, además. Hasta que se perdió. 

El puerto de la Boca sigue ahí y muchas veces paseo a lo largo del río.




Gabriela Oyola, 2016.

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