En la mañana, antes de empezar a
componer algo que hable de la infancia, a la espera del agua para el
mate, cegada por una imagen amarilla, comencé a jugar con un barrilete tejido que cuelga de una barra de metal, debajo de un
estante en el que apoyo el café, algunos sobres con té, mate
cocido. De este barrilete turquesa, amarillo y rojo cuelgan unos
cascabeles. Con cierta inspiración que en mí es propia durante la
mañana, jugué algunos minutos haciéndolos sonar. Un barrilete de
infancia pensé. Un sonido que viene de lejos y se aprende para
siempre. Es acaso el barrilete de Juanito Laguna o el barco de
Quinquela pero pintado en miniatura. Ya visto con el paso del tiempo.
Mi barrilete, mis trozos de niño.
También repentinamente pensé en
Roland Barthes y en sus relatos íntimos de duelo a su madre. En esa
fotografía en que la describe pequeña, 5 años, junto a sus dos
hermanos, compartiendo el invernadero en la que fue tomada la imagen.
En Proust, cuando narra la melancolía originada por las galletas que
comía durante la siesta. Y entendí con afectación, con un amor
familiar, ciertas descripciones de algunos cuadros de Berni. Hace
poco los había visto en un museo en la ciudad de Mar del Plata. Toda
la exaltación de la vida común en una pintura temporal que
intentaba reponer experiencias de niñez. Con un gran poder en los
colores.
De ese pedazo de tela enhebrado
intento trasponer un tejido, materiales, olores inconfundibles
como el de la niebla durante el invierno. Objetos que evocan una
naturaleza que todo pintor deja caer sobre un blanco. Mis
naturalezas son un poco toboganes de madera gruesa, unas sillas altas
de cuerina marrón, una cuarto de galletas boca de dama, confites
mezclados con animales de vainilla. Algunos cuadernos azules papel
araña, etiquetas, papel metalizado con el que hice un avión rústico
a mi hijo. Hace una semana.
Esa naturaleza que respira por sí
misma en cada uno de los paseos los domingos por la tarde, después
de lavar el auto en la vereda, dejar en cada ventana una presencia
que se fue borrando de a poco. Esa mirada a las cosas, detrás de las
cosas, donde reaparece el detalle de una época. De un trozo de papel
barrilete. Una liviandad de los días de los que sólo quedan las
plumas en una plaza cualquiera.
Un corte vertical sobre una línea de
tiempo: unos zapatos rojos en una región imprecisa, seis o siete
cuadras de empedrado caminando de la mano de mi abuelo, siguiendo los
pasos cortos de un perro pequinés. Todo es espeso en la infancia: la
sopa, el mate cocido, una gorra de lana en el invierno, la ansiedad
que provoca un mundo difícil de mirar a distancia. Una visión que
encima los objetos, los materiales de los que están hechos. Recuerdo
el comienzo de las cosas. Las manos sólo llegan al mostrador en el
almacén.
La foto del invernadero, el barrio de
Antonio Berni, una combinación imprecisa pero con un movimiento
constante de olas que traen a la orilla pedazos de cosas que se
acercan.
Naturalezas creo, animándome a
levantar de la arena, sin sentir el frío típico del agua de la
costa.
Viví algunos años en el barrio de
Constitución. Mucho después que dejara de ser un mercado de frutos,
un siglo después. Sin embargo, no siendo niño de esa geografía,
siento un amor particular por los carretones antiguos. Como si la
infancia fuera un lugar, una región que acumula placas de colores.
Una hábitat, con una gran timidez, cálida, pequeña.
Los puertos de Quinquela, el de la
Boca, su barrio devuelto en paisajes que vio desde temprano, me dejan
pensando en las veces que visité a mi tía en su casa frente al
puente Avellaneda. En el mismo barrio. Mis primas eran menores,
muchas veces llevábamos algunos vestidos soñados por mí, pero que
ya no podía usar. Un pasaje a otra cosa. Mis vestidos quedaron un
poco ahí, otro poco en esta hoja. Como una pintura distinta que
deambula entre barcos.
La mía está al borde de mis vestidos,
tironeados por monono, un perro pequinés, que fue también el perro
de mis primos en el barrio de Constitución donde éramos vecinos,
además. Hasta que se perdió.
El puerto de la Boca sigue ahí y
muchas veces paseo a lo largo del río.
Gabriela Oyola, 2016.
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