Despiadados.
Aparecen de repente. Colmillos agudos, piel musgo, ojos saltones,
cuerpo con escamas.
De
diferentes tamaños, se deslizan. Vienen de atrás del sillón, salen
de la cama, se meten en la ducha.
A
veces hay solo uno. Otras, son miles. No avisan que están y se
reproducen como si fueran lombrices.
Me
muerden, sacan pedazos enteros. Siento el dolor en los pies, las
caderas, a veces se estiran hasta los brazos. La sangre se espesa y
el dolor en mi cuerpo crece día a día. Dejan marcas infecciosas en
la piel, paredes manchadas de sangre.
Tuve
que pintar toda la casa con rojo purpura.
La
primera vez que fui a la guardia médica con la piel herida,
aceptaron mandar una inspección.
No
encontraron nada, ni siquiera rastros de estos cocodrilos. Están en
mí.
Aprendí
a hacerme las curaciones cuando me atacan, a registrar en un cuaderno
qué los hace aparecer para protegerme de sus mordeduras y
cicatrices.
Mariana Avendaño, 2016.
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