viernes, 26 de agosto de 2016

El cazador de conejos * Ted Hughes




Era mayo. ¿Cómo había empezado? ¿Qué desnudó
nuestros filos? ¿Qué caprichoso sesgo
de la hoja de la luna nos puso, tan temprano, 
a herirnos mutuamente? ¿Qué hice yo? Por alguna razón
entendí algo mal. Inaccesible
en tu furia de posesa, arrojados
los bebés dentro del coche, tú conducías. Seguramente
pretendimos hacer una excursión
por algún lugar de la costa, explorar algo-
empezaste a conducir.

Recuerdo que
pensaba: hará una locura. Y abrí la puerta de golpe
y, de un salto me senté a tu lado.
Íbamos hacia el oeste. Al oeste. Recuerdo
los senderos de Cornualles, una tregua a fuego lento,
mientras mirabas, con hierro en el rostro,
algún remoto paisaje tronante
de alguna guerra no de este mundo. Yo sencillamente
te acompañaba con pies de plomo, llevaba a los bebés
y esperaba que volvieses a tu ser.
Intentábamos encontrar la costa. Tú
rabiabas contra nuestra inglesa codicia en lo privado
que cerraba con vallas todos los accesos a esa costa,
ocultando el mar desde la carretera, tierra adentro.
Despreciaste los aspectos mugrientos de Inglaterra cuando al fin llegamos.
Aquel día perteneció a las furias. Busqué en el mapa
cómo atravesar granjas y reinos privados.
Al fin una entrada. Era un día fresco,
en pleno mayo. En algún lugar compré comida.
Cruzamos un campo y llegamos a un promontorio
azul abierto al viento marino. Un acantilado de tojo,

desfiladeros llenos de zarzas y abigarrados robles.
Encontramos
un hueco de águilas, justo bajo lo alto del acantilado.
Me pareció perfecto. Alimentando a los bebés,
tu ceño germánico, moldeado como un yelmo,
no quiso traducirse. Me senté pasmado.
Yo era como una mosca fuera de la ventana
de mi propio drama doméstico. Rechazaste tumbarte ahí
indolente, odiabas el sitio.
Aquel plato plano lleno de corrientes de aire no era el océano. 
Tenías que apartarte y te fuiste. Y yo 
fui detrás como un perro, por el borde de lo alto del acantilado,
encima de un bosque de robles que enmarañaba el viento-
y encontré una trampa de lazo.
El relucir de un alambre de cobre, cuerda marrón, ingenio humano,
recién puesta. Sin mediar palabra
la arrancaste y la tiraste sobre los árboles.

Estaba horrorizado. Fiel
a mis dioses campestres - vi profanada
la santidad de la cuerda de una trampa. 
Tu viste dedos gordezuelos, con sangre en las cutículas, 
agarrando una taza azul. Yo vi
la pobreza campesina ganando un penique,
llenando la olla del domingo. Viste con ojos de bebé
a inocentes en la asfixia, yo vi antiguas
costumbres sagradas. Veías una trampa tras otra
y seguiste arrancándolas de sus raíces
y tirándolas al bosque. Te vi arrancar
árboles nuevos, precarios y preciosos
de mi herencia, concesiones a duras penas ganadas
a la hora y al destierro
para poder vivir de la tierra. Gritaste: “¡Asesinos!”.
Llorabas con una rabia
a la que en realidad no importaban los conejos. Estabas encerrada
dentro de una cámara peleando por el oxígeno
donde no pude encontrarte, ni siquiera oírte, 
ni mucho menos comprenderte. 
En aquellas trampas
habías capturado algo. 
¿Habías capturado algo mío, 
algo desconocido y nocturno en mi interior? ¿O fue
tu propio yo torturado, tu yo condenado y lloroso
que se asfixiaba? Fuera lo que fuese, 
aquellos dedos terribles e hipersensitivos
de tu verso lo encerraron
y lo sintieron vivo. Los poemas, como humeantes vísceras,
llegaron blandos a tus manos.



Ted Hughes, Cartas de cumpleaños.







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