Armé la última trampa en el borde del acantilado. Tal como había hecho las otras. Tal como hice siempre. Tal como me enseñaron mi padre y mi abuelo. Ascendí por la ladera tapizada de hojas secas. Desistí de encender la pipa. No quería prevenir a los conejos y desperdiciar el esfuerzo. Me ubiqué en un lugar contra el viento que venía del mar, para evitar que me olieran.
Después de un largo rato oí ruidos, que al acercarse sonaron para mi decepción como pasos descuidados de extraños, no de mi gente. Antes de verlos, escuché una voz femenina, demasiado fuerte, con acento foráneo. La vi aparecer con niños de la mano. Detrás, un hombre caminaba junto a una pequeña.
Di un paso atrás aprovechando mi vestimenta y la sombra del bosque para hacerme invisible. Los observé mejor, era una familia para las fotografías. Los hijos hermosos, la madre bella y el padre alto, viril. Tenían el aspecto general de los turistas. Cuando él habló, sin embargo, escuché una pronunciación más familiar, de las ciudades cercanas.
Algo cambió en la mujer, que comenzó a gritar y agitar los brazos. Los niños se alarmaron. Miraban al padre, que parecía desconcertado. Ella señalaba, tapándose la boca, la última trampa. Una yankee delirante, pensé. No podía hacer semejante espectáculo por eso. No tenía derecho a espantar mi comida, mis pieles. El marido, sin éxito, intentaba calmarla. Los chicos lloraban. No se cómo, la mujer comenzó a descubrir y deshacer cada una de las trampas cercanas.
Estaba tentado de salir de mi escondite para que las cosas volvieran a la normalidad cuando reparé en los ojos desorbitados de ella. Tenían algo decididamente conocido. Un brillo. Desasosegado. Que yo había contemplado mil veces. No en miradas humanas, no. En las pupilas de los conejos atrapados. Sentí descender sobre mí una tristeza somnolienta.
Por fin cedió el ataque de la mujer. Dejó de llorar, se compuso el peinado y la ropa. Los niños la abrazaron. Me alivié.
Vi también algo familiar en los gestos de mudo reproche y paciencia del marido. En el modo de acercarse a ella y guiar a los hijos. Mis propios gestos. Los de preparar las trampas. Ese cuidado frío para crear el escenario exacto, invisible, fatídico. Me imaginé aprendiz ante un hechicero poderoso. Quedé congelado. Entendí su artilugio, armado, no con estacas, alambre y lazos de cuero, sino de palabras, rutinas y necesidades infantiles. Pensé en una casa perfecta como ellos, pozo de la trampa que el cazador manejaba desde las sombras.
Sentí piedad de la mujer. Asco de mi oficio.
Terror del hombre.
Federico Castro Walker, 2016.
Producido en el Club de Lectura de Siempre de Viaje a partir de un poema de Sylvia Plath y otro de Ted Hughes.
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