Para apartar (lo que fuese) o para
atraerlo
pintaste en todo corazoncitos.
No tenías otro logo.
Ese era tu objeto sagrado.
A veces pintabas a su alrededor una
corona
de flores, hojas verdes y pétalos
amarillos, como una niña de ocho años.
Otras veces, a un lado, el pájaro azul
de los ocho años.
Pero, sobre todo, corazones. O un
sencillo corazón rojo.
El marco del gran espejo lo pintaste de
negro-
Y entonces, en su dorso, corazones.
Y en tu vieja máquina de coser Singer-
corazones.
Carmesí sobre negro, como en las
lamparillas.
Y en la cuna que hice para una muñeca
pintaste
corazones.
Y en el umbral por el que entró tu
hijo,
un corazón.
Carmesí sobre negro, como salpicadura
de sangre.
Ese corazón era tu talismán, tu
magia.
Como los cristianos tienen la cruz tú
tenías el corazón.
Constantino tuvo la cruz - tú, tu
corazón.
Tu Genio. Tu Ángel de la Guarda. Tu
Demonio Familiar.
Pero cuando te arrastrabas buscando
seguridad
al seno de tu Ángel de la Guarda
hallabas a tu Demonio Familiar. Como un
posesivo
pez-madre, demasiado ansioso por
protegerte,
te devoró.
Los corazoncitos que pintaste en todo
permanecen como rastro de tu pánico.
Lo que la herida salpicó.
La huella
de quien te capturó y te devoró sin
duda.
Ted Hughes, Cartas de cumpleaños.
Dibujo: Sylvia Plath |
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