SIGNOS. Ya sea que quiera probar su amor o que se esfuerce por descifrar si el otro lo ama, el sujeto amoroso no tiene a su disposición ningún sistema de signos seguros.
1. Busco signos, pero ¿de qué? ¿cuál es el objeto de mi lectura? ¿Es: soy amado (no lo soy ya, lo soy todavía)? ¿Es mi futuro lo que intento leer, descifrando en lo que está inscrito el anuncio de lo que me va a ocurrir, según un procedimiento que tendería a la vez a la paleografía y a la adivinación? ¿No es más bien, en resumidas cuentas, que quedo suspendido en esa pregunta, de la que pido al rostro del otro, incansablemente, la respuesta:cuánto valgo?

3. Freud a su prometida: "Lo único que me hace sufrir es estar imposibilitado de probarte mi amor." Y Gide: "Todo en su comportamiento parecía decir: puesto que no me ama nada me importa. Ahora bien, yo la amaba todavía, e incluso nunca la había amado tanto; pero probárselo me era imposible, ahí estaba, sin duda, lo más terrible."
Los signos no son pruebas porque cualquiera puede producirlos falsos o ambiguos. De ahí es volverse, paradójicamente, sobre la omnipotencia del lenguaje: puesto que nada asegura el lenguaje, tendré al lenguaje por la única y última seguridad: no creeré ya en la interpretación. De mi otro recibiré toda palabra como signo de verdad: y cuando sea yo el que hable, no pondré en duda que recibe como verdadero lo que diga. De donde se deduce la importancia de las declaraciones; quiero permanentemente arrancar al otro la fórmula de su sentimiento y le digo incesantemente por mi parte que lo amo: nada es dejado a la sugestión, a la adivinación:para que una cosas sea sabida es necesario que sea dicha; pero también, desde que es dicha, muy provisionalmente, es verdad.
Extraído de "Fragmentos de un discurso amoroso", Roland Barthes.
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