Abro los ojos en medio de la noche y comprendo el espanto que
interrumpe mi sueño: los ruidos de las máquinas han cesado.
Se escucha silencio. Un silencio de cementerio superpoblado de
muerte, una ausencia de sonidos que espantaría a cualquiera.
Me incorporo y mis pies descalzos caminan sin protegerse sobre el
piso de madera. Bajo las escaleras y llego al comedor. Advierto el
finísimo hilo de sangre que deja mi andar. De un tirón, retiro la
astilla de la planta de mi pie izquierdo. Arde. No hay tiempo para
mayores cuidados, así que sigo mi camino envuelto en una niebla
extraña, como cuando vivimos una tragedia y actuamos sabiendo que
esos actos no saldrán jamás de nuestra mente.
Así abro la puerta. No me importa mi aspecto nocturno, ni la sangre
de mi pie, ni el frío del invierno. El único sentido fiel es el que
me informa del silencio, el que me alerta sobre la ausencia de
ruidos.
Cruzo la calle.
A medida que me alejo de la casa y me acerco a la fábrica, el miedo
crece. De la nada sale un hombre, de la noche, de la niebla de la
noche sale un hombre. Un mameluco azul oscuro repleto de manchones
negros y unos borceguíes marrones son su vestimenta. Apenas puedo
adivinar los contornos de un rostro que permanece oculto en la
sombra. Viene a mi encuentro. Habla:
—¿Cómo está señor? Lo estaba esperando.
—¿Por qué debería esperarme a mí? —respondo con cierta
hostilidad.
—Porque usted es el vecino. Y ya se sabe que cuando las máquinas
se detienen, el vecino llega. Es casi un dicho que tenemos en la
fábrica.
Lo miro con incredulidad. Sin entender del todo sus palabras. Sin
comprender, en realidad, nada de lo que está ocurriendo. Espero una
explicación mayor y el hombre parece dispuesto a darla; al menos
continúa hablando:
—La última vez que las máquinas se detuvieron pasó lo mismo. Fue
hace mucho ya. El hombre que habitaba la casa en donde usted vive
ahora, se acercó muerto de miedo, desesperado por el silencio,
tiritando de frío, como usted.
—¿Y quién le dijo que yo estoy desesperado por el silencio?
—agrego con ánimos de pelea.
—Su cara me lo dice. No se preocupe señor, a mí no tiene que
explicarme nada—continua con un tono complaciente que me enerva
pero, al mismo tiempo, me salva.
—¿Por qué pararon los ruidos? —lanzo cortante.
—Mire, no se alarme. Mañana mismo vuelven. Es que cada diez años
tenemos que parar las máquinas. Mantenimiento que le dicen.
—¿Y mañana vuelven?
—Se lo aseguro. Mañana vuelven. Ahora, qué cosa increíble eh.
—¿Qué cosa es increíble? —digo con nueva prepotencia.
—Usted viene desesperado a la madrugada porque pararon los ruidos y
me pregunta qué cosa es increíble.
—Es que sin los ruidos.
—Sin los ruidos…
Yo debo terminar la frase. Lo sé. Y siento que el silencio se adueña
de todo y entra en mi cuerpo llenando de muerte mis arterias. Un
cementerio superpoblado ¡Eso! Una manifestación de muerte que en
vez de gritar, silencia, calla, hace vacíos, huecos en la tierra en
donde ríos de sangre buscan su curso. Ríos de sangre ¡Eso! ¡Eso!
Entonces exploto en llanto como un niño, un niño que se levanta en
medio de la noche porque un trueno lo ha despertado. Igual, pero al
revés.
El hombre se acerca e increíblemente abre sus brazos ofreciéndose.
Ridículo, ya lo sé, pero qué importa. Acepto su oferta. Apoyo mi
cara en su pecho y entre llantos declarados con quejidos y hombros
temblorosos, pregunto:
—¿Cómo voy a dormir sin ruidos?
—Tranquilo, tranquilo —dice—. Ya sé. Ya lo sé todo. Pero es
sólo una noche.
—Y usted me da su palabra de que mañana vuelven.
—Todo igual a partir de mañana. Sólo tiene que aguantar esta
noche.
—Sólo una noche.
—Sólo una noche. Una larga noche.
—Ya veo. Escúcheme: ¿no se quedaría a hacerme compañía?
—pregunto ganando en entusiasmo—. Le puedo preparar un café.
Me responde una escandalosa risa. Una carcajada que crece de a poco
hasta encontrar un invisible punto límite luego del cual comienza a
ceder.
Separa su cuerpo del mío, recién entonces veo su rostro con
nitidez. Un escalofrío me recorre como un flujo tempestuoso. Apenas
si puedo disimular el espanto al contemplar la piel ajada, los ojos
pequeños demasiado oscuros, el cabello en mechones desparejos.
Tal vez para salvarme de ese momento, habla de nuevo:
—Usted tiene que pasar esta noche. Yo ya me voy. Cumplí. Terminó
mi horario.
Y nuevamente las risas mientras se pierde entre la bruma.
—¿Qué pasó con el anterior? —pregunto atropelladamente.
—¿Con el anterior?
—Con el que habitaba la casa antes de que yo llegara. ¿Qué paso?
—No todos pueden aguantar una noche sin ruidos. A propósito,
debería revisar ese pie. No vaya a ser cosa que termine mal por una
pavada. Mire que cuando la sangre empieza a salir…
—Pero contésteme —insisto, ya desesperado.
No hay respuestas. Nada se escucha. Vuelvo a estar sólo en medio de
la noche. Sin ruidos. Sin ningún maldito y salvador ruido.
Por supuesto que pienso en el anterior, en las habladurías sobre la
casa, la fábrica y los ruidos. Pero ya no tengo tiempo. Bajo la
vista y veo un charco de sangre rodeando mis pies, un charco más
grande de lo imaginable para una herida tan pequeña. Decido volver a
la casa. Me cuesta moverme porque mi pie izquierdo se hunde en la
tierra como si de arena se tratase. Hago un esfuerzo irracional.
Logró liberar el pie. Doy pasos lentos, arrastrándolo. Llego a mi
casa. Me desplomo sobre la primera silla que encuentro. Dejo la
puerta abierta lo que me permite mirar la fábrica. Su contorno
horroroso me conmueve, como si la estuviera viendo por primera vez,
como si la estuviera viendo con otros ojos.
Suplico por ruidos. Sé que es inútil.
Con asombro, veo la estela púrpura que mis pasos dejaron. Ya no es
un finísimo hilo, es un sendero que conecta los ruidos con la casa,
un lazo que comprendo irremediable. Como un río, pienso, como un río
de sangre que ya encontró su curso.
José Lupia, 2016.
Este cuento obtuvo una mención en el concurso "30 Aniversario de la publicación de It".
Ha sido publicado en la revista "Cruz Diablo", diciembre de 2016.
Para leer la revista completa: https://drive.google.com/file/d/0B68bhg9qd0HpRFZuSl9uNUNwVXM/view
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