A usted, quien quiera que sea:
Empiezo quizá de la manera más equivocada de todas; esta carta no lleva un destinatario puntual; no tiene en sí misma un tú específico: puede ser varón o mujer, niño o niña, joven o edad madura. Lo cierto es que no tiene tampoco una dirección fija, ni siquiera está pensada para ser recibida en algún tiempo determinado; lo más común es escribir hacia un futuro, hacia alguien que recibirá el mensaje en un mañana, pero esta carta está diseñada para que cualquiera pueda leerla, incluso los muertos, los que vivieron en otro siglo, en el pasado. Quizá sea ambicioso pensarlo de este modo, pero lo que tengo por decir tiene también en su estructura estar dirigida incluso hacia el presente; es decir, al mientras escribo todo esto. No quiero ser emisor restrictivo, normal, de esos que llevan sus pensamientos y sentimientos envueltos en papel hacia una determinada persona. Quiero escoger el camino equivocado y escribir para usted, quien quiera que sea. Y lo hago porque sospecho que hay un fiel destinatario del otro lado que responderá prontamente y de manera resuelta.
Uno escribe porque tiene algo que contar, que decir, que expresar. Y en eso estamos de acuerdo con cualquier escribiente. Porque yo soy un escribiente que quiere contarle a usted algo, quien quiera que sea, donde se encuentre, con quien esté, sea del tiempo que fuere. Sepa que ahora mismo estamos ligados por el vínculo que entrelazan mis palabras; sepa, también, que no está sola o solo: mientras yo esté escribiendo siéntase acompañado. Lo que vengo a contarle o a expresarle es, si se me permite, un poco quién soy.
El otro día, verá usted, soñé con Quinquela Martín y con La Boca. Hace tiempo que no sueño con él. Recuerdo el día que me dio un tornillo aceptándome en determinado club de artistas cuyo nombre he olvidado. Las circunstancias en las que me enteré de su existencia tuvieron que ver en parte con mi supuesta huida del hospital psiquiátrico de Constitución. Yo venía hace meses exiliado de mi propio Buenos Aires, dentro del mismo Buenos Aires. Me habían encerrado en uno de los pabellones del Borda tildándome de esquizofrénico, cuando, en realidad, se trataba de un exilio político. Con la ayuda de algunos internos, mire usted, pude salir de ahí disfrazado de enfermero. Y salí, corrí como un loco, fui a parar a un conventillo de la Boca donde un inmigrante de principios de siglo me dio lugar en una piecita. Hasta que conocí a Benito Quinquela Martín y me dio ese tornillo. Ahí fue cuando empecé a dudar si realmente estaba yo proscripto o de verdad sobraban motivos para pensar que yo tuviera algún grado de trastorno.
Usted no se vaya asustar de mí. Soy un ser simpático y real. Quizá con alguna dificultad solapada. Pero mire, lo que cuento se lo cuento por pura solidaridad y como para que me conozca. Lo cierto es que conocí a Quinquela, y esta carta, en parte, va también dirigida a él. Pero cómo decirlo. Voy a poner la carta en una botella y algún día, cuando salga de aquí, la arrojaré al Riachuelo.
También recuerdo, le cuento a usted, cuando empecé a hacer los murales, aprendiendo del gran artista. Mi pasta era la escritura, pero él me enseñó a combinar algunas de mis ideas con imágenes representativas. Y en mis murales había tanto color como signos y símbolos de gran extrañeza para muchos, menos para Benito. Él sí entendía, él sí me consideraba un gran artista. Pero no todo en la vida y en los sueños siempre tiene un final feliz.
Alguien advirtió a la policía y a los médicos de que yo andaba suelto por la Boca. Fue después de una gran inundación. Recuerdo el día en que me maniataron y me internaron otra vez. Desde ese entonces que vuelvo sobre mis papeles a tratar de tener un amigo del otro lado, alguien que lea estas cartas que se escriben hacia cualquiera. Porque confío en la humanidad toda, capaz de devolverme no digo el tornillo que ya perdido está, sino por lo menos ese mural que hice junto a Quinquela y que la inundación lavó para siempre.
Javier Santos Rodriguez, 2017.
Producido en el taller Escribir Buenos Aires.
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