Se llamaba Coral Fernández; llevaba siempre la oreja izquierda cubierta con el pelo y la derecha descubierta. Era tan bonita que en el primer momento pensé que era tonta. Nos conocimos en un almuerzo campestre, para celebrar la inauguración del Club del Ciclista, en Moreno. Debajo de un bosquecito de paraísos florecidos estaban dispuestas las mesas; había una tarima con la orquesta, y un tablado para bailar. Nos tocaron sillas contiguas, durante el almuerzo. No nos hablamos al principio, pero en seguida nos sentimos recíprocamente atraídos. Existe el amor a primera vista, sin duda. Debajo de la mesa algo rozó la pierna de Coral, algo que no era una pierna escandalosa, sino un gato. Coral se sobresaltó, los dos nos agachamos para ver que había debajo de la mesa, y nos reímos. En un momento dado la saqué a bailar y me gustó su mano, y me gustó abrazarla, y me gustó su risa y su perfume. Ya declinaba el sol y todavía quedamos sentados en aquel sitio, tan seducidos estábamos el uno por el otro. Me acometió un pequeño mareo, un violento dolor de cabeza. Lo atribuí a una insolación, aunque apenas me había expuesto al sol. Ella humedeció su pañuelo en la jarra de agua y me refrescó la frente. Como soy regalón y ella cariñosa, con este acto empezó una intimidad. Al despedirnos le dije sinceramente que desde ese día en adelante un dolor de cabeza me traería el más agradable de los recuerdos: el de haberla conocido. Teníamos los dos la misma táctica: no dejar ver el interés que sentíamos el uno por el otro. Durante un tiempo sólo nos vimos una vez por semana, en casa de amigos comunes. La casa tenía un jardín donde paseábamos apartados de la gente. Las reuniones se hacían los domingos por la noche, con juegos de barajas, baile, música. No necesitábamos vernos más, para saber que nos entendíamos maravillosamente bien.
—Lástima que siempre me toque verte el día de mi dolor de cabeza —le dije una vez, para disimular la emoción, pues era de emoción que me dolía la cabeza y que me insolaba—.
—Podríamos vernos cualquier otro día —dijo Coral, provocadora—.
Tomamos la costumbre de encontrarnos diariamente en confiterías, en cinematógrafos, en plazas, en cualquier parte, hasta en lugares que no menciono. Enfermé y la dicha se oscureció. No era una enfermedad cualquiera la mía: tan pronto me dolía la cabeza, o me resfriaba o me cubría de urticaria, o no podía enderezarme, o me ardían los ojos. Consulté a varios médicos, que me sometieron, en vano, a análisis de sangre, a radiografías. Los médicos se enojan con las enfermedades que no conocen. Mi enfermedad no tenía nombre. El médico aseguró que estaba sano. En el acto resolví que me casaría y que partiría, casado, a Córdoba. Sin embargo, por cuestiones de trabajo, durante veinte días estuvimos separados. Yo debí hacer un viaje al Brasil y mejoré notablemente de salud. Volví cambiado, lleno de energía y de entusiasmo. Coral me lo reprochó en cierto modo.
—Parece que te hiciera bien alejarte de mí. Volvimos a vernos todos los días, pero pronto mi salud decayó y Coral volvió a reprocharme el cambio favorable que se producía en mi ánimo cuando estaba lejos de ella. Estaba celosa; celosa de su ausencia. Nos peleamos como dos niños. Finalmente me fui, con un sobrinito, a veranear a Tandil, y dije a Coral que me internaba en un sanatorio de enfermedades nerviosas. Le escribí cartas, pero le oculté mi dirección; le di otra, para que me contestara. Mejoré sensiblemente pero en los momentos en que tomaba la pluma para escribir a mi novia, las manos se me llenaban de eccema. Me curaba, me enfermaba, sucesivamente. Empezaban a arderme los ojos, ni bien recibía las cartas de Coral. Pedí al sobrinito que me las leyera. Tomaba la precaución de sentarme en la otra punta del cuarto, porque si estaba muy cerca de él cuando me las leía, sentía escozores en diversas partes del cuerpo, especialmente adentro del pabellón de los oídos. Mi amor por Coral, sin embargo, no declinó. Le escribí cartas apasionadas, diciéndole que no la vería nunca más y que si me amaba realmente aceptaría que yo no le diera explicaciones. Ella redobló su amor por mí. En las cartas me aseguraba:
—He pensado toda la noche en vos, sin poder dormir. Esa noche yo, quejándome de algún dolor extraño, tampoco dormía.
—No pienses en mí —le suplicaba—.
—Entonces ¿cómo haré para vivir?. Verte me hace tanto bien.
—Nuestro organismo no nos permite estar juntos —le dije, sintiendo los estragos de su presencia en un acceso de tos—.
Telefónicamente le propuse que tuviéramos un hijo por inseminación artificial, después de casarnos por poder. La conversación telefónica fue breve, pero el trámite fue tan largo como penoso. Ninguna otra mujer hubiera aceptado la situación difícil en que yo la ponía frente a la sociedad. La aceptó con resignación. Nuestro hijo tenía que vivir. Veíamos ya su rostro en los más hermosos cuadros; el color de su pelo y de sus ojos, las virtudes que heredaría. De vez en cuando, hago el sacrificio de escribir a Coral, tomando mil precauciones. De lejos he visto a nuestro hijo salir de la escuela, pero no me acerqué a hablarle, por temor de que haya heredado el poder de la madre, que obró tan mal sobre mi organismo alérgico. Sé que tiene un retrato mío en la cabecera de la cama, y el cortaplumas de nácar de mi infancia, y que, como yo, se llama Norberto; que ha heredado de la madre el perfil y del padre la facilidad para el dibujo.
Silvina Ocampo.
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