En la víspera de mi fallecer, a través de un cristal crucificado
veo esparcirse en un carnaval de otoño la impostura desencajada de
mis días. Retorcida la esperanza entre los pliegues de las sábanas,
las caricias de sus horcas de algodón asfixian cada intento
desarticulado de mi cuerpo por levantarse.
El parpadear de una luz amarillenta se descifra en un preámbulo
de nostalgia. Allí donde su lucha languidece ante cada movimiento
imperceptible del aire, se levanta con el granito de los ya partidos
mi sentencia irrevocable.
Postrado el sueño, las paredes adquieren la fisonomía carnívora
de unas fauces. La habitación con su matemático ordenamiento
calcula cada día. Como un almanaque suspendido, el crimen de su
eternidad recorre las horas con el tedio asombroso de lo que se sabe
muerto pero debe soportarlo.
En ocasiones, las figuras transeúntes se detienen como frescos,
se recortan entre el inerte decorado como coronas anticipadas.
Algunas me recuerdan un pasado lujoso donde el tiempo no es
crucificado, sino tonto, se desvanece entre lo que es de suyo y la
nada.
Ahora, en estas horas más arcaicas todo encuentra un tinte más
renaciente. Las voces entrecortadas son música en el rugido de la
calma, los colores, inadvertidos para el que todavía habla, paletas
inacabables del artista.
Porque la muerte, con su voz ensoñada, desarma cualquier palabra
de quien quiera atraparla. Porque su manto piadoso enaltece con su
beso de despedida, esos momentos oscuros, los placeres, su agonía.
Así son los días en esta vigilia. Ayunando la vida, resulta
menos irreprochable cada quien y cada cual con lo que hace, pues
entiendo la metáfora de la que soy parte. La vida y el error en nada
detienen los destinos de nuestras almas, indefinidamente animales.
Bruno Billia, 2018.
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Childe Hassam |
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