miércoles, 29 de agosto de 2018

Sacromonte * Axel Levin





Qué difícil es encontrar el momento, ese punto de equilibrio entre registrar y percibir. Encontrar las palabras para que no se escape, diluirse en el olvido, ser la vivencia.
Porque este texto, por ejemplo, me hubiese gustado haberlo escrito anteayer, cuando en las intermitencias del viaje quedé de nuevo solo, y sin ponerle expectativas al día, caminé alto por las callecitas del Albaicín de Granada. Encontré una pared como mirador, mate y libro de Lorca hablando sobre la ciudad, un poco de piso improvisado y extensión abierta entre tanto urbano europeo. Ahora escribo en retrospectiva, esperando en un hostel de Roma a que se despierte un amigo para seguir. Pero pienso en las bisagras y en las tensiones, en los movimientos intuidos, en cómo compartir algo de tanta vibración y entiendo que ésta es la única forma. Casi un paralelismo de conocer. Migrar aunque sea un día, una semana, mes y medio.
¿Cuál es el itinerario del que quiero dejar registro?
Entonces Granada se me parte al medio y estoy matándome de risa en Sevilla intentando mantener una conversación nocturna con un chico de Hong Kong que insistía en que no era chino, que él habla el cantonés y el resto del país el mandarín. Le podía llamar Sammer, insistió en que prefería que le dijese así al sonido de su nombre original y no sé cómo pero descubrimos que ambos somos escritores. De repente, se mezcla la sensación de llegar a Andalucía desde un Liverpool de gaviotas, The Beatles hasta en el puerto, refugio de iglesias protestantes ante la nieve. Pero principalmente no poder creer el sol todavía a las seis y media de la tarde, carteles y personas entendibles.
Martin parr
Coincido con una amiga de Israel, tapas tapas tapas, la gente grita en el bar, comprendo lo que dicen aunque el acento sea gracioso de ambos lados. Se reclaman cañas, montaditos, patatas bravas, me hacen otro chiste sobre la ye del castellano y entre el ruido me siento mucho más en casa. Que no se dice paeya, hombre, que se pronuncia con i. Pego onda con un italiano (Filippo, qué lindo nombre) y una brasilera, también con un argentino que en el descubrimiento nos abrazamos como hermanos; salimos a bailar, un grupo de tanos nos desafían al metegol y nos hacen pelota. Llega la medianoche y sin pensarlo mucho cada uno improvisa a modo rap en su idioma, callecitas musicales de color caracol, nos turnamos para jugar con el italiano, castellano y portugués, solo seguir el ritmo y el sentido de los tonos.
Me desencuentro con el grupo en la puerta árabe del Alcázar. Porque no hay datos móviles y quise irme a un punto del google-map que decía isla mágica, bien lejos, como una invitación ineludible. Tapas, tapas, tapas, las cañas las sirven sin preguntar. ¿Vamos a escuchar flamenco? La doña del caserón de Teresín no quiere que nadie esté sin bebida. Grita para tomar los pedidos y en cierto momento también se va adelante para formar parte del escenario. Todos aplauden y en un arranque de entusiasmo colectivo una pareja de viejos que estaba también cantando se levanta y empieza a bailar como un emblema. El folklore y la historia del barrio condensada en estos viejitos, pensé. La gente estalla, confluye en gritos y deviene en fiesta.
Camino mucho, muchísimo. Me duelen los pies pero por fin un poco de montaña en el Sacromonte. De paisaje abierto a un horizonte de palacios árabes, cuevas gitanas y catedrales escondidas. Por fin una ciudad que no sea llana, pura planicie sin elevaciones de tierra. Se me viene a la cabeza mi carpa naranja, el ir de camping por Latinoamérica y en lo extraño de que lo impresionante acá sea el ingenio urbano, la materialidad de la historia. Por eso Granada se me parte y brota este texto. En la inspiración que sube y baja, amplitud de territorio.
Aparece la cara de la colombiana que en el free-tour bajo la lluvia de Brujas me agradeció porque estaba con paraguas. ¡Hey, qué hacés acá! me dijeron sorprendidos los amigos que hice en Amsterdam cuando nos encontramos de casualidad en la Tower of London, yo a punto de sacarme una selfie. O la zapada a voz shaker y melódica bordeando el Moldava, riéndonos de las expresiones idiomáticas disímiles del grupo hispano-argentino que se había formado.
También el californiano que conocí en Praga el primer día. Estaba siempre con un gorro sonriendo, agradecido, todo le sorprendía y me pareció un ser bellísimo, incluso antes de descubrir que era colega antropólogo. Hablábamos cuando lo cruzaba en el hostel, nos intentábamos entender y como salía mal causaba mucha gracia. A veces había un argentino que hacía de traductor y ahí me daba cuenta lo errado de mis interpretaciones comunicativas. Él me alentaba diciendo que mi ingles era mejor que su español, se reía sincero. Luego la guitarra y la percusión como código universal. Pero algo de esa actitud que se burlaba de las distancias con tan poco me quedó presente.
Qué difícil es encontrar, vivir pleno sin las trampas propias. Juego de expectativas y registro, de frustraciones y fluidez, de ir hacia adelante percibiendo. Creo en que los sucesos se crean o te alcanzan solos, igual que las personas. Idéntico a darme cuenta de que al lado del mirador granadino había una pared solitaria para recostarse y escribir sin hacerlo, sabiendo que así empiezan las cosas como este texto que escribo hoy en Roma pero bien podría haberlo escrito mañana.
Pienso en las personas con las que compartí el viaje. Una fragmentación de momentos enormes, autónomos. Siento cada vez que me despedí de ellos y quedé solo de nuevo. La extrañeza dulce, reencuentro itinerante, puente hacia mí mismo y lo que quiero descubrir.


Axel Levin, 2018.


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