Qué difícil es
encontrar el momento, ese punto de equilibrio entre registrar y
percibir. Encontrar las palabras para que no se escape, diluirse en
el olvido, ser la vivencia.
Porque
este texto, por ejemplo, me hubiese gustado haberlo escrito anteayer,
cuando en las intermitencias del viaje quedé de nuevo solo, y sin
ponerle expectativas al día, caminé alto por las callecitas del
Albaicín de Granada. Encontré una pared como mirador, mate y libro
de Lorca hablando sobre la ciudad, un poco de piso improvisado y
extensión abierta entre tanto urbano europeo. Ahora escribo en
retrospectiva, esperando en un hostel de Roma a que se despierte un
amigo para seguir. Pero pienso en las bisagras y en las tensiones, en
los movimientos intuidos, en cómo compartir algo de tanta vibración
y entiendo que ésta es la única forma. Casi un paralelismo de
conocer. Migrar aunque sea un día, una semana, mes y medio.
¿Cuál es el
itinerario del que quiero dejar registro?
Entonces Granada se
me parte al medio y estoy matándome de risa en Sevilla intentando
mantener una conversación nocturna con un chico de Hong Kong que
insistía en que no era chino, que él habla el cantonés y el resto
del país el mandarín. Le podía llamar Sammer, insistió en que
prefería que le dijese así al sonido de su nombre original y no sé
cómo pero descubrimos que ambos somos escritores. De repente, se
mezcla la sensación de llegar a Andalucía desde un Liverpool de
gaviotas, The Beatles hasta en el puerto, refugio de iglesias
protestantes ante la nieve. Pero principalmente no poder creer el sol
todavía a las seis y media de la tarde, carteles y personas
entendibles.
Martin parr |
Coincido con una
amiga de Israel, tapas tapas tapas, la gente grita en el bar,
comprendo lo que dicen aunque el acento sea gracioso de ambos lados.
Se reclaman cañas, montaditos, patatas bravas, me hacen otro chiste
sobre la ye del castellano y entre el ruido me siento mucho
más en casa. Que no se dice paeya, hombre, que se pronuncia con
i. Pego onda con un italiano (Filippo, qué lindo nombre) y una
brasilera, también con un argentino que en el descubrimiento nos
abrazamos como hermanos; salimos a bailar, un grupo de tanos nos
desafían al metegol y nos hacen pelota. Llega la medianoche y sin
pensarlo mucho cada uno improvisa a modo rap en su idioma, callecitas
musicales de color caracol, nos turnamos para jugar con el italiano,
castellano y portugués, solo seguir el ritmo y el sentido de los
tonos.
Me desencuentro con
el grupo en la puerta árabe del Alcázar. Porque no hay datos
móviles y quise irme a un punto del google-map que decía isla
mágica, bien lejos, como una invitación ineludible. Tapas,
tapas, tapas, las cañas las sirven sin preguntar. ¿Vamos a escuchar
flamenco? La doña del caserón de Teresín no quiere que nadie esté
sin bebida. Grita para tomar los pedidos y en cierto momento también
se va adelante para formar parte del escenario. Todos aplauden y en
un arranque de entusiasmo colectivo una pareja de viejos que estaba
también cantando se levanta y empieza a bailar como un emblema. El
folklore y la historia del barrio condensada en estos viejitos,
pensé. La gente estalla, confluye en gritos y deviene en fiesta.
Camino mucho,
muchísimo. Me duelen los pies pero por fin un poco de montaña en el
Sacromonte. De paisaje abierto a un horizonte de palacios árabes,
cuevas gitanas y catedrales escondidas. Por fin una ciudad que no sea
llana, pura planicie sin elevaciones de tierra. Se me viene a la
cabeza mi carpa naranja, el ir de camping por Latinoamérica y en lo
extraño de que lo impresionante acá sea el ingenio urbano, la
materialidad de la historia. Por eso Granada se me parte y brota este
texto. En la inspiración que sube y baja, amplitud de territorio.
Aparece
la cara de la colombiana que en el free-tour bajo la lluvia de Brujas
me agradeció porque estaba con paraguas. ¡Hey, qué hacés acá!
me dijeron sorprendidos los amigos que hice en Amsterdam cuando nos
encontramos de casualidad en la Tower of
London, yo a punto de sacarme una selfie. O la zapada a voz shaker y
melódica bordeando el Moldava, riéndonos de las expresiones
idiomáticas disímiles del grupo hispano-argentino que se había
formado.
También el
californiano que conocí en Praga el primer día. Estaba siempre con
un gorro sonriendo, agradecido, todo le sorprendía y me pareció un
ser bellísimo, incluso antes de descubrir que era colega
antropólogo. Hablábamos cuando lo cruzaba en el hostel, nos
intentábamos entender y como salía mal causaba mucha gracia. A
veces había un argentino que hacía de traductor y ahí me daba
cuenta lo errado de mis interpretaciones comunicativas. Él me
alentaba diciendo que mi ingles era mejor que su español, se reía
sincero. Luego la guitarra y la percusión como código universal.
Pero algo de esa actitud que se burlaba de las distancias con tan
poco me quedó presente.
Qué difícil es encontrar, vivir pleno sin las trampas propias.
Juego de expectativas y registro, de frustraciones y fluidez, de ir
hacia adelante percibiendo. Creo en que los sucesos se crean o te
alcanzan solos, igual que las personas. Idéntico a darme cuenta de
que al lado del mirador granadino había una pared solitaria para
recostarse y escribir sin hacerlo, sabiendo que así empiezan las
cosas como este texto que escribo hoy en Roma pero bien podría
haberlo escrito mañana.
Pienso en las
personas con las que compartí el viaje. Una fragmentación de
momentos enormes, autónomos. Siento cada vez que me despedí de
ellos y quedé solo de nuevo. La extrañeza dulce, reencuentro
itinerante, puente hacia mí mismo y lo que quiero descubrir.
Axel Levin, 2018.
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