Elásticas y turgentes como un moco, las nenas de la cuadra saltaban en la colchoneta alquilada por la municipalidad durante los meses de verano. Las miraba por el balcón de la calle Ayacucho y me incendiaba una repugnancia elegante, sutil. Mimí quería que fuera con ellas a toda costa porque, según su teoría, el que salta, madruga y danza tiene la vejez garantizada. ¿Para qué involucrarme en esas actividades? Lo que menos quería era asegurarme una vida de vieja.
Los pelos de las nenas castañas, rubias y morochas se entremezclaban y le daban a la cuadra un aire de parque de diversiones flotante. Sus risitas maléficas y los piojos de púberes agrandadas llegaban hasta el balcón del cuarto piso por donde escabullía mis dos colitas tupidas, cortadas mensualmente por Carmelo. No había boca, ni una. Sólo llegaban hasta mí los destellos destartalados de un codo, otros hombros, dos talones, un cuello desnucado, una trenza volátil, alguna pantorrilla retobada, flequillos saltarines. Las secciones se amalgamaban por un instante en la cúspide para luego volver a desparramarse por la superficie de la colchoneta. Era un mecanismo atroz.
A mi abuela le parecía un divertimento femenino y altamente recomendable para las nenas en edad de crecimiento. Decía que los saltos me ayudarían a socializar con las otras vecinitas del barrio. No sólo eso, el descontrol corporal borraría de la faz de mi cuerpo los deslizamientos de las pitones que tanto me torturaban durante el sueño. “Estás creciendo”, había dicho mi pediatra. Que era normal, dolores provocados por los huesos que se están estirando. No le creía. Eran pitones, dos, una para cada pierna, venían de visita cuando yo estaba en camisón y me apretujaban hasta saciarse. Lo sabía, sentía su rugosidad entre las sábanas y su zigzagueo señorial. Por las mañanas, veía en mis piernas con pelitos los restos de su piel quebradiza y diseñada con estilo, la marca de su colonización.
Ya no les tenía miedo, a veces soporto lo siniestro sin perturbarme demasiado. Creo que por eso abracé su presencia en mis noches con naturalidad, dulzura y placer. Será por eso también que no me inmuté cuando quebraron su ritual y tomaron mis extremidades a plena luz del día, en el balcón de la calle Ayacucho, mientras yo devoraba con las pupilas el sudor que emanaban las nenas saltarinas de la cuadra.
Aferrada a la baranda, percibí la sinuosidad del susurro, la sensualidad de sus poros contra los míos, sus lenguas bífidas y húmedas acariciadas, estiradas a la altura de mi ingle. La ceremonia era iniciática, estábamos a plena luz del día, la presión era fuerte, insoportable, una delicia. Mis piernas lo sabían y respondieron, su tornasol se hizo más pálido. Se sumergieron en un contoneo novedoso e impuro que cada vez me hacía acaparar una mayor superficie del angosto balcón. Miraba mis piernas agitándose y a las pitones anudadas, gozando en pleno enrosque. Palpitaba con velocidad y ritmo, pensaba que esa conmoción sí era altamente recomendable para las nenas en edad de crecimiento.
Mi cuerpo se iba curveando y desplazando unos centímetros más con cada espasmo reptil y ya lograba sentir la blandura del aire bajo los tobillos. Mis gemelos pendían impulsados por las pitones anilladas y se rozaban con los pelos castaños, rubios y morochos de las chicas de la cuadra. Unos brincos más y ese mismo aire liviano se fue llenando de grititos punzantes, de pizcas de pánico. Las serpientes hacían lo suyo, me abrasaban con más firmeza, me succionaban hacia abajo, lograban inundarme en una marea constante, circular, potente.
Cayeron mis muslos. Se despegó mi coxis. Sólo fue necesario un último tirón suculento para electrizar mis manos y hacer que soltaran las barandas de hierro. A mi corazón lo estremeció la imaginación del viaje, se achicharró y permaneció punzante. Nunca llegaría a ser como las nenas de la cuadra.
Soledad Arienza, 2018.
Richard Prince |
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