Mudar
es mutar. Matar.
El hogar, la mente.
Habito una cueva con floripondios. Un útero mullido,
una caracola cálida con colgajos, móviles y caleidoscopios que
distorsionan las figuras del exterior. Allá soy heroína, soy diosa
Atenea, soy mi propia guerrera. Fogueo el largometraje de mi vida en
el que mis amores platónicos se concretan al unísono. Bailo sin
coreografías, me hechizo hasta perder la razón, ataco mis
extremidades y las culpo por ser tan asquerosamente tiernas. Batallo
cada noche contra mis propias artimañas y, al vencerlas, las recreo
y las potencio.
Soy una equilibrista que se desliza a hurtadillas por
los cables de la ciudad: me contamina el hollín que emana de mi
propia contextura física y psíquica. En cualquier momento, voy a
aparecer tatuada contra el pavimento.
La fluoxetina empaqueta los delirios pícaros y embala
todas las marquitas que se fueron posando en las costillas de la
coraza desde la hora cero de mi primer llanto. Encapsula el borboteo
que anida en mi timo y calla el griterío celular que no está de
acuerdo con nada de lo que está pasando. Lo silencia.
La fluoxetina no es fluorescente, ni flexible, ni feliz,
ni floral. Es verde, redonda, ranurada y extremadamente amarga. Queda
en el paladar si no la trago con un buen sorbo de agua: se pegotea y
hace gorgotear.
La fluoxetina en marca comercial es Foxetin, de Gador.
20 mg x 60, va con duplicado. 20% de descuento con la obra social. Te
molesto con la credencial y el DNI, por favor. ¿Algo más?
Desplazamientos obligados. Exilio con equis de
fluoxetina, sin que yo lo pidiera. Pasaje forzoso de la existencia en
clave flúo al estatismo de la -etina.
Veinte días conducen al sedimento, a una coraza
deshumanizadora. La bienvenida: cuadrado estéril y blanco. Aséptico,
androide, con la faz de un cyborg. La túnica de fuerza, el atuendo
esperable: ropaje que estabiliza, protege. Me vuelve rígida,
invisibiliza mi llanto y ahoga mis orgasmos.
Me prometen que no va a ser para siempre y se expresan
con metáforas comunes: esto es un bastón, un salvavidas. Mienten.
Es una prótesis, una sombra. La fluoxetina me inunda, avanza por mi
sangre, eleva los niveles de serotonina, se acumula y atenúa las
vibraciones. Anestesia, me desvitaliza: me convierte en ser de
plástico. Avanzo y, de reojo, vislumbro la superficie de los
elementos, de las caricias, de los rodeos, de los rencores y
ronquidos: nada me rasguña, nada me hiere ni me mancha.
Nada me importa.
Ya no hay porciones de la existencia que sean
brillantes, ni excesivas, ni dramáticas, ni magnéticas, ni
agobiantes, ni… ni. Todo es ni.
Confiscan los documentos de mi fantasía y hacen un nudo
con mi cúmulo de humaredas, pociones y conjuros. Es a la fuerza,
rompés el blíster y tragás, de lo contrario, te vierten la culpa
pegajosa encima.
Tranquila, ya llega el comprimido que se irá apilando
de a poquito en las curvas de tu laberinto. Mi diosa Atenea se
deshidrata y entrega sus armas de guerra. Ya estamos, ya veinte días,
ya se termina de formar la alfombra mágica que te muda sin escalas
allá, a ese otro lugar. Al intersticio ambiguo, zona de contacto
donde se difumina el en-vos y se corroe el fuera-de-vos.
Allá ni cerca ni lejos, donde no reconocés caras ni
texturas, donde todo es terso y enmascarado. Allá donde estoy
tranquila. Donde mudo y dejo de ser yo.
Soledad Arienza, 2018.
Richard Prince |
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