Volvía del trabajo caminando como siempre, hasta encontrarme con la parada del colectivo que me llevaba a casa. Cruzar las vías era el inicio oficial de un retorno reparador.
La cuadra anterior a la avenida era plácida y de casas bajas, con pequeños locales primorosamente exhibidos. Había un local que reconozco tenía toda mi atención.
El espacio era un cuadrado pequeño con ventanales y escaparates donde las esculturas de cerámica descansaban sin prisa, congeladas en pasos de tango, o anunciando un sincero parentesco con la familia Botero. Entrar era, sin embargo, otra historia.
Entrar me demandaba coraje, porque sabía que hacerlo significaba abrir la billetera, contenta y convencida de lo genial de la compra. En esos años las tarjetas no eran habituales, así que el acto de coraje estaba definitivamente condicionado por la cantidad de billetes disponibles.
Entrar era sumergirme en la fragancia penetrante de jabones artesanales que me transportaban a un confort mental, tan placentero como inexplicable. Entrar en ese ambiente era igual a salir con algo de su magia.
Su dueña era una mujer muy joven, cautivante y rubia llamada Karina. Su mirada te atravesaba con amabilidad y desparpajo haciendo gala de modos familiares, que permitían que una se relajara y se dispusiera a un paseo inesperado. Ella era como una hechicera de la que no sospecharías jamás, pero cuyas artes podían torcer la monotonía de los días.
Una tarde de primavera exuberante rociada de frescor, entré a comprar unos regalos. Su charla era un susurro de convencimiento que parecía conocer todo de mí. De modo imperceptible me llevó hasta la vitrina de anillos donde un pequeño cartel rezaba “Acrílico”. Me sentí capturada de inmediato.
Formas geométricas, estilizadas, terminaciones redondeadas y suaves, colores vivos. Sí, colores vivos… casi me paralicé ante un anillo azul en degradé, delicado e importante, diferente por sus líneas simples y sus aristas tan suaves, que harían que una cascada se deslizara sin salpicar una gota.
Al probarlo mi sorpresa fue mayúscula. Encajó en mi dedo anular de manera perfecta. Nada podía decir para no llevarlo. No se me ocurría ningún argumento que justificara dejarlo allí.
Ella sonrió con la satisfacción de quien tiene la certeza de lo cumplido e infalible. Su sonrisa fue la de quien esperó ese momento durante largo larguísimo tiempo. Pensé un momento en el precio, temía preguntar y sospechaba que no iba a poder pagarlo. ¡Qué equivocada estaba! No sólo era accesible sino que también era absurdo. ¡Si hasta podría haber dicho que era para mí!
Y sí, junto con los regalos delicadamente envueltos y en sus bolsas individuales, el anillo vino conmigo. Cada detalle estaba presente. No podías arrepentirte de tu compra.
La rubia me sorprendió al salir dándome un beso de despedida sonoro y genuino. Tuve la instintiva reacción de llevar mi mano a la mejilla para asegurarme que no había dejado maquillaje en mi cara. ¿Pero qué estaba haciendo? ¡Ella no usaba maquillaje!
Salí aturdida a la tarde que se desvanecía y caminé hacia la parada del colectivo como siempre, como si nada hubiese pasado.
Pasaron algunos meses en los que estuve envuelta y revuelta en una vorágine de trabajo y letras, sin orden ni lógica. Los días no se distinguían de las noches, las horas interminables se ahogaban en un silencio interrumpido solamente por el rítmico repiqueteo de las teclas. Conversaciones mudas pero ensordecedoras. En semejante escenario y a contramano de lo esperado, no me sentía cansada no percibía ningún hastío y hasta disfrutaba de un humor de tormenta que me invitó a caminar liviana hacia la guarida donde los aromas eran los encargados de disparar las más inesperadas elecciones.
Allí estaba ella, esperando, como si el tiempo no hubiese pasado, como si todo estuviera dispuesto en el lugar adecuado para vos, como si tuviese la capacidad de determinar la causalidad a su antojo. Siempre fresca, rubia, y llena de burbujas color champagne.
Elegí en trance mis jabones artesanales de acacia y jacarandá. Al acercarme a pagar, las dos notamos que estaba usando el anillo azul, al que por cierto, tanto me había apegado.
Con una sonrisa cómplice, me preguntó si se sentía bien y si todo fluía. Fue un instante de iluminación inesperada. Sí. Todo se sentía tan bien, todo fluía, todo estaba en su lugar. En ese segundo de claridad supe que nada había elegido y que había sido ella todo el tiempo eligiéndote para combinar sus esculturas de piedras semipreciosas, de colores vivos, con tus días. Lo supe mientras mi sonrisa le devolvía su complicidad.
Todo fluye respondí, en azul profundo y silencioso de la vida.
María de los Ángeles Raggio, 2019.
Tata Gorian |
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