Oda a mi mesa de trabajo
Desde chico fui amigo de las mesas.
Entonces, fue la mesa de luz
de mi padre: yo buscaba allí
entre esas cosas suyas
que me hablaban bajito: el tictac
de su reloj de bolsillo (regalo
de mi madre), el florecido llavero,
la letra suya despatarrando
apurados teléfonos y apellidos
de sus señores grandes.
Su íntimo desorden me devolvía
así, cada mañana (mientras él
en otro cuarto leía el diario)
a alguien a quien el día arrebataba
y que partía y se ponía al salir
su voz de padre, y la mucama
abría la ventana y ventilaba
mi diálogo secreto con la mesa
que el plumero profanaba.
Ahora tengo treinta años
y no sólo he conquistado esta mesa
de trabajo y de luz (más grande
que la que tenía mi padre);
esta mesa, antes que mía,
antes que de estos versos y este desorden
que soy, fue de Adolfo;
él pintaba y fue su mesa de trabajo,
fue su altar y caballete.
Aquí oficiamos de nosotros
y el mundo, afuera, no es más que esta mesa
de trabajo patas arriba.
Fernando Sánchez Sorondo, Salpicón las más noches.
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